A lo
mejor no es verdad, pero un Instituto
Internacional para Sistemas Aplicados de Análisis austriaco ha lanzado la
voz de alarma, publicada recientemente por el Washington Post, sobre la situación de contaminación de algunas
ciudades dentro de 15 años. Sitúa en el vértice a ciudades como Milán, Turín,
Gijón, Estocolmo, Stuttgart, París…
Mírate en el mapa.
Se
trata de adoptar medidas eficaces, y no como hasta ahora que hemos sido
bastante remisos, para reducir el tanto por ciento de PM10 en el aire (PM10 son pequeñas partículas sólidas o
líquidas de hollín, polvo, ceniza, metálicas - silicatos, aluminatos, metales
pesados…- cemento, polen, sustancias orgánicas… que proceden de incendios, volcanes,
combustiones: ¡ay los automóviles!, industrias, labores de construcción y del
campo, quemas alegres de todo lo que estorba…
Aseguran que el
clima, el estado de la atmósfera y de las aguas y, de un modo directo, de la
pureza o impureza del aire del que toman vida bosques, animales y vegetales
consumibles sufren de nuestra desidia o incultura.
Porque incultura es
lo contrario de cultura que significa conocimiento, sí, pero también sabiduría,
cortesía, civilización…
Y porque esa
incultura sobre la naturaleza es fruto de la incultura sobre el hombre, fruto
de la falta de educación, es ahí donde debiéramos sentirnos sensibles, más
sensibles, muy sensibles.
Dejemos aparte la oleada de mal gusto que empapa
muchas de nuestras actuaciones y manifestaciones. Desde las personales, nacidas
de la debilidad del que no se preocupa de embellecer un mundo que de por sí ya
es precioso (mundo, cosmos…
significan precisamente limpio, bello, admirable) y las que brotan de una
cierta violencia interior animal que lleva a deteriorar, achantar o hasta
destruir la belleza porque nos fastidia que haya alguien más guapo que
nosotros; o las que desplegamos para llamar la atención porque tenemos un
cierto prurito de no saber vivir si no somos los primeros, los que más hablan,
los que más gritan, los que más ruido hacen.
Cultura y educación es saber que ocupamos un lugar
junto a muchos otros, y que ni ese lugar ni esos muchos otros tienen por qué
aguantar nuestras excentricidades ni nuestras gracias destructoras. Que ese
lugar debe quedar limpio para el que venga después (nadie está aquí para
siempre). Y que esos otros tienen, al menos, el mismo mérito y derecho a que se
respete su identidad.