China
es, recordémoslo, uno de los países más extensos del mundo. Cerca de la ciudad
de Tongren, en la provincia sur-occidental
de Guizhou, hay un monte muy especial, hasta el punto de que la Unesco lo ha
incluido en su Lista del Patrimonio Unesco.
Es el
Monte Fanjingshan que se encuentra en la cadena montuosa Wuling con un área que
va más allá de los 400 kilómetros cuadrados. ¿Y qué tiene de especial Fanjingshan
para que se le distinga de este modo? Pienso que entre otras razones poderosas,
aunque seguramente no la de mayor fuerza, está la suntuosidad de su estructura.
Pero, sin duda, el hecho de que la biodiversidad de su naturaleza sea de una
riqueza casi impensable la hace merecer esa distinción. En su seno crecen cerca
de 4.395 especies de plantas diversas. En esto de contar los chinos son muy
expertos. Y 2.767 especies de animales, con la particularidad de que algunas de
ellas solo existen allí.
Cuidar
de ese admirable, extenso y variado mundo es un deber que nos incumbe a todos, aunque nunca vayamos a aquellas
excepcionales tierras. Pero el hecho debe animar en nosotros un sentimiento
semejante hacia nuestro aparentemente pequeño y
pobre mundo en que vivimos.
¿Pequeño
y pobre? ¡De ningún modo! ¡En absoluto! El mundo en que vivimos es igual que el
de Fanjingshan: vasto y espléndido. Pero depende de nosotros que siga siendo
así. Si nuestra mente es corta, nos parecerá vivir encerrados en una odiosa covacha
sobre la que solo cabe protestar y quejarse. Si nuestro corazón es estrecho
viviremos siempre amargando un mundo que es amargo por nuestra propia miseria
moral.
Los
hombres que han hecho grande a su familia, a su sociedad y a su patria han sido
los que supieron encender la llama del entusiasmo de los demás con el propio
entusiasmo de hacer de lo aparentemente débil un enérgico instrumento de
servicio y de entrega.