Georges Benjamin Clemenceau tuvo una larga vida
(1841-1919) en la que, sumido de lleno en la política (fue durante tres años
primer ministro de la República Francesa), desplegó literatura y autoridad (le
llamaban “El Tigre”) casi hasta su
muerte.
Nos interesa en este lugar solo una anécdota como
arranque de una reflexión sin duda oportuna.
Se cuenta que tenía su despacho de trabajo junto a
una residencia de los Jesuitas en París (Lycée
Saint-Louis de Gonzague) rue Benjamin
Franklin seguramente. O en otro lugar. Da lo mismo.
Y que las abundantes ramas de un venerable árbol de
la residencia jesuita le quitaba la luz del día. Y como con la Iglesia no se
hablaba, le pidió a un amigo que escribiese una carta al superior de los
religiosos manifestando su problema. Y se taló el árbol.
En esta ocasión sí fue el mismo ilustre personaje
el que escribió: «Querido Padre: No sé cómo daros las gracias por el favor que me
habéis hecho. No os extrañéis de que os llame padre, porque me habéis dado luz…».
La respuesta del Jesuita fue esta: «Querido hijo:
¿Qué no hacer por el padre de la patria? El favor que os he hecho es bien poco
(…). No os ofendáis si os llamo hijo porque se ha abierto el cielo…».
La luz del cielo que se necesitaba y se pedía con tanto
interés y el cielo para todos que se ofreció con absoluta generosidad son dos
dones que se nos ofrecen a todos, que no siempre buscamos, que casi nunca
apreciamos porque creemos que no nos hacen falta.
Pero para unos padres que dan luz y ofrecen cielo deben
ser tesoros que no estén nunca ausentes de su propio corazón y del horizonte
espiritual de los hijos.
Pascua no es solo una
gran Fiesta. Es para todos el remate de una vida luminosa que se abre con
claridad de fe a los que inexorablemente tendrán al final de su camino el
regalo del cielo.