Apenas acabada la segunda guerra mundial (y aun antes) el
cine italiano brilló con una luz muy propia del momento: la pobreza. Y sirvió
para dar a las producciones de otros países un toque de cercanía al mundo
sencillo de cada día. Era el neorrealismo. Se contemplaban las dificultades,
las ansias de salir de la miseria que había traído la guerra, la tragedia
familiar, la pequeña y mediana argucia, muchas veces inocente e inocua, para
sacar partido de la nada.
Seguramente siguen sonando nombres como Blasetti, De Sica,
Rossellini, Antonioni, Zavattini, Fellini… Y películas como La terra trema,
Roma, città aperta, Paisà, Ladri di biciclette, La strada…
En una de ellas – no recuerdo su título – un emocionado y
sencillo ciudadano camina por la acera y dice con alegría y casi entusiasmo a
los que encuentra: È Pasqua! È Pasqua!
Aquella escena me hace preguntarme qué sentimientos despierta
hoy en los cristianos creyentes la celebración de la Pascua.
Es verdad que hay una fiesta cristiana que pasa
desapercibida, más estremecedora aún, que es la de la Encarnación: el Hijo de
Dios se hace hombre en María. Pero esta de la Pascua de Jesús, su Paso supremo, su victoria sobre todo
mal, debería ser (y lo es para tantos de un modo pleno) la superación de todo
lo carcomido, lo acabado de este mundo imperfecto e incompleto que nos toca
restaurar. No tiene sentido el griterío histérico de los que protestan contra
la corrupción cuando lo hacemos con un corazón corrompido. No tiene sentido
declarar que no nos fiamos de los que parece que tienen en sus manos de las
marionetas que somos, cuando somos marionetas de nuestros propios gustos,
intereses y criterios sin tener presente que únicamentre el mundo (¡y nuestra
propia vida, ante todo, y nuestra familia y nuestros hijos…!) estará lleno de
justicia y de amor cuando nos fiemos de verdad y hasta el fondo de quien es
Amor, Justicia y Verdad.
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