Ya conoces el hecho, estoy
seguro. Pero déjame que del hecho saque alguna reflexión que nos valga para ver
mejor la vida. Old Tijkko es, parece
ser, el árbol más viejo del mundo. Es ese que contemplas en el arranque de esta
página y que se encuentra en la montaña de Fulufjället, en el centro de Suecia. Es
un abeto que tiene 9.550 años de edad. Le dio ese nombre el explorador Leif
Kullman, profesor de Geografía Física, cuando lo descubrió hace once años, como
homenaje a su perro siberiano husky, que se llamaba Tijkko. Y su edad se
determinó gracias a las pruebas con carbono 14.
Se supone que las condiciones
adversas en las que creció, vientos y bajísimas temperaturas, “convirtieron a Old Tijkko en una
especie de bonsái. Los árboles grandes no pueden sobrevivir
tantos años», nos aclara el geólogo. Fue siempre chiquitín, aunque la subida de
las temperaturas le permitió crecer cuando ya era muy viejo.
Mide poco más de cuatro metros,
que son metros del árbol más joven. Porque lo
viejo son las raíces que se han mantenido regenerándose a lo largo de
sus 25 siglos.
¿Lecciones? En las condiciones
más adversas crece también el joven con mayor fortaleza, con mejor salud,
aunque la apariencia no sea ostensible. Las contrariedades serán para él
ocasión de mantenerse en pie, de seguir creciendo lenta y seguramente. Sus
raíces, auténtico soporte de su vida y su conducta, son para el garantía de
pervivencia, de triunfo y de fortaleza, de seguridad y de esperanza.
Descubrir la grandeza de la
personalidad de un joven es una misión que se confía a todos los que le ayudan
a formarse. Pero de todos esos presuntos responsables hay pocos (y deberíamos
serlo todos) capaces de intuir, es decir, descubrir en lo profundo de su vida,
que está llamado a ser grande y a ser modelo de sencillez, de nobleza y de
fecundidad por poco que brille, por poco que sobresalga.