Esto
es un nido de avispas. Mide, dicen, dos metros de alto y dos y medio de ancho.
Ya es medir. Medía. Porque, por si las moscas, lo destruyeron al descubrirlo. Y
albergaba – sin contar a las que estaban al hacer la foto, de viaje comercial –
un millón de avispas, avispa más, avispa menos. Como todas las avispas, son
himenópteros (es decir, de alas
membranosas, como ya las llamó Estrabón hace más de veinte siglos)
avispados, apócritas (como las clasifican los entomólogos, es decir con cintura
de avispa, claro), atentos (o atentas a ese trabajo porque lo hacen las
hembras) para que nadie turbe la vida de la colmena. Porque si intuyen amenaza,
se lanzan sobre el hipotético intruso y haciendo uso de todos sus medios
(mandíbulas, aguijón y si hace falta también de la lengüeta) defienden sus
derechos. Y le inyectan una sustancia en la que los estudiosos han
identificado, por ejemplo, dopamina, serotonina, noradrenalina, histamina,
quinina, proteasa… que ¡no mata! (dicen), pero que puede provocar (dicen) un
choque anafiláctico ¡que sí puede matar! Hay algunas, entre las 200.000
especies, como la llamada Blastophaga
psenes (“insecto come-yemas”), que enriquece y poliniza de un modo muy
complejo la variedad de higuera llamada Esmirna.
Dejando en paz a las avispas, volvamos a
nosotros, tan dados a asociarnos, a atacar, a temer que el que no es avispa es
un enemigo, a acosarlo, a clavar nuestra mandíbula en el prójimo que no nos
gusta, a eliminar al contrario, a negarle la capacidad de volar libremente, de
pensar diversamente, de proyectar un futuro a su modo, de almacenar el fruto
del propio trabajo, de dejar con nuestro veneno de intransigentes dictadores la
hiel de nuestra rabia, envidia, obcecación, terquedad, intemperancia; a exhalar
feromonas para engrosar nuestra banda y convocar a un ataque con rabia, como
hacen las avispas; a dejar por los suelos nuestra fuerza, nuestra dignidad y
nuestros caparazones, si es que dejan algo. Porque las avispas son también
carnívoras.