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lunes, 2 de mayo de 2011

"Preikestolen"

En Noruega, cerca de Stavanger y 600 metros sobre las aguas del fiordo Lysefjorden, hay una enorme roca llamada Preikestolen (algo así como Sede de sermones, o sea, Púlpito). Lleva hasta un fatigoso camino por el que se suben 330 metros.
Allá arriba supongo que habréis sentido, los que habéis estado, el placer de estar en un lugar excepcional, el miedo a acercarse al borde (604 metros de caída y el chapuzón en el agua desde esa altura deben de imponer) y llevarse una fotografía de un lugar como aquel. Pero, sobre todo, haber llegado. Porque el camino difícil y áspero de al menos dos horas debe de ser un reto que a algunos les resulta insuperable. Pero si no se sube, no se llega. No hay ascensor, ni teleférico, ni helicóptero.
Para ser padres no hay tampoco ascensor ni teleférico. Tener hijos no significa sin más ser padres. Ser es un verbo muy comprometido. Llegan a ser madre y padre los que han subido ese gozoso e intenso camino de la juventud, del enamoramiento, del noviazgo sabiendo que prepararse no es una actividad aleatoria o evitable, ni un tormento inaguantable, sino un deber y una necesidad, una tarea grave. ¿Cuántos años de estudio necesita un arquitecto para llegar a proyectar y construir  una casa? Y hacer mujeres y hombres, mujeres y hombres como deben ser, que es mucho más insigne que hacer una casa, ¿no va a necesitar una preparación seria y responsable de lo mucho que se necesita para crear un hogar?
A veces, desde al alto púlpito de la paternidad, se lanzan frases, retos, anatemas, castigos del todo inútiles e injustos. Porque como no se educa con palabras sino con la vida, no hay más remedio (¿pero cuántos lo adoptan?) que hacer un largo camino de formación como padres. Camino que no es necesariamente duro, pero que debe ser responsable, completo y que debe resultar feliz. Estar en la cima de la paternidad es vivir y hacer vivir como lo hacen los padres. Parece una perogrullada esta afirmación. Pero, aunque lo sea en el lenguaje lógico, no lo es en la vida. ¿O sí?

sábado, 30 de abril de 2011

Regar las plantas.

Hay quien quiere presumir de jardín, pero se olvida de mimar las plantas. Y, claro…
Se me desperezan en el recuerdo tres películas. Juntas, o seguidas, pueden servirnos de gran lección. Pero hasta que las veáis, leed, por favor, esta breve referencia y seguid después ensanchando y enriqueciendo mi pobre reflexión.
Totó es el protagonista de Milagro en Milán (Vittorio de Sica, Cesare Zavattini 1951). Sale Totó a los veinte años de un orfanato y une su suerte a la de los desheredados que malviven en las afueras de la ciudad. Allí siembra alegría, optimismo, ayuda, se acerca a los más hundidos y riega todo con el precioso regalo de su amor. Cuando los echan los propietarios de los terrenos donde tienen su chabolas, se van al centro de Milán y, montados en escobas, vuelan hacia “el país donde decir buenos días significa decir buenos días”. 
Werner Herzog dirigió El enigma de Kaspar Hauser (1974), muchacho de origen misterioso, que vivió, desde su infancia, encadenado, solo y relegado en un antro. Cuando lo dejaron libre a los 16 años, almas buenas lo recogieron y hasta su muerte, cinco años más tarde, manifestó una despierta inteligencia y aprendió a hablar, escribir, estudiar y vivir rodeado de afecto, aunque murió violenta y misteriosamente .
La historia, también real, de John Merrick, El hombre elefante (David Lynch 1980), nos cuenta que nació con enormes deformaciones en su cuerpo, lo usaron como espectáculo de feria hasta ser recogido y amado hasta su muerte en un hospital de Londres.
Sin duda ha bastado este apunte (que sería bueno ampliar viendo y sintiendo esas cintas) para avivar en el fondo de todos nuestros deberes más acuciantes nuestro deber de padres, educadores, conciudadanos que tan fácil y cómodamente dejamos oxidar. Se es padre (generalmente) por amor: se debe ser padre con amor. Los hijos nacen por amor: deben crecer, por encima de todos los demás recursos, gracias al amor. Lo más ordinario es que los hijos nazcan inteligentes, sanos, guapos y buenos. Y nos hace estar desvelados que estén enfermos, que no coman, que no crezcan con los percentiles exactos que corresponden a su edad. Presumimos de ellos y de ellas cuando los sacamos en su cochecito como a un príncipe en su trono y nos hace felices escuchar de ellos: “Es preciosa”, (mientras en nuestro interior sentimos: “No hay nadie tan guapa como ella”). Los “mandamos” a la escuela sin pensar que la inteligencia se hace esencialmente en casa; que la escuela los nutre, si acaso, de conocimientos y nos los hace “eruditos”; que la masa (pequeña o grande) de la escuela no es la máquina adecuada para que la mente adquiera la convicción de que su persona es parte vital de una unidad sagrada, la familia; que la conciencia (¡que la tienen los niños!) se modele con convicciones que deben ser el mejor patrimonio de la familia; que en la escuela no se afinan los sentimientos como sucede (o debe suceder) en el hogar donde viven unos para otros, cultivan la acogida, el aprecio, la mismidad, la solidaridad, el perdón, el cariño.
Vivamos de modo que la buena semilla que hemos lanzado a la tierra reciba de verdad y con absoluta entrega ese riego fecundo de la educación.

martes, 12 de abril de 2011

¡Guarao!


Me contaba una buena amiga que en una seria conversación con un sobrino suyo, de dos años escasos, le preguntaba si su papá tenía, por ejemplo, un caballo. El niño respondía sin titubear que sí. Y cuando su tía le decía que nunca se lo había visto y que dónde lo tenía, respondía también sin ninguna duda: “¡Guarao!” (traducción para los que no tratan con niños de dos años escasos: Guardado). Y así con un barco, con un avión, etc. Y seguía contando mi amiga que la conversación llegó al paroxismo –y se acabó- cuando le pregunto si su papa tenía un coche. Porque entonces el niño, seriamente enfadado, la obligó a ir a la calle y tocar el coche de su padre que estaba aparcado allí.
Aquel niño no podía consentir, y menos confesar, que su padre no tuviese todo lo que se puede tener. Un niño ve en sus padres a dos dioses: el dios del poder y la diosa del amor. El padre lo es todo en el mundo de la fuerza, de la inteligencia, de la valentía, de la autoridad… Y la madre es la fuente de todo lo bueno, lo dulce y lo amoroso.
Conozco y trato a un muchachito que tiene un padre un poco tarambana. Y se relaciona con su hijo con cierta dureza y distanciamiento. Pero cuando le he hablado de ello a mi joven amigo, adopta una postura encantadora de defensa de su padre y olvida lo que de alguna manera ha dicho antes de él que pudiera interpretarse como desdoro. 
Es un deber de los padres mantenerse en ese cálido y accesible trono de grandeza a pesar de que la edad vaya haciendo crítico al hijo. Me confesaba un buen amigo, ya maduro: “Miro a mi padre y me pregunto: ¿Será más bueno Dios?”.
Cuando un hijo tiene un padre y mantiene de él la estima creciente que le hace calar en la hondura de su personalidad y lo ve siempre sencillo y grande en medio de las dificultades, de la pobreza, de los problemas, ante la conducta enrevesada de los hijos; presente con el afecto con todos los que forman la familia; con recursos de la vida o del alma para seguir adelante a pesar de todo; fiel y devoto ante la esposa; con un humor complacido porque tiene una familia feliz… ese hijo crece tomando del padre ejemplo. Sigue siendo su dios. Es un hijo que no se perderá. No habrá señuelos que le hagan dudar de que no ha  acertado en la caza.  
Pero es que, además, los psicólogos dicen que los niños forjan su imagen de Dios a partir de su padre como modelo. Y se sienten felices de saber que en el cielo tienen un Padre grande que se parece al padre que tienen en la tierra. Y sería grave que nuestra conducta hiciese que nuestros hijos lanzases sobre la imagen que tienen de Dios la miseria de nuestra vida.  
Pueden servirnos estas y parecidas, sin duda mejores y más valiosas, reflexiones para repasar nuestra conducta. Las expectativas de los hijos deben contar también al trazar nuestro proyecto de vida.