En Noruega, cerca de Stavanger y 600 metros sobre las aguas del fiordo Lysefjorden, hay una enorme roca llamada Preikestolen (algo así como Sede de sermones, o sea, Púlpito). Lleva hasta un fatigoso camino por el que se suben 330 metros.
Allá arriba supongo que habréis sentido, los que habéis estado, el placer de estar en un lugar excepcional, el miedo a acercarse al borde (604 metros de caída y el chapuzón en el agua desde esa altura deben de imponer) y llevarse una fotografía de un lugar como aquel. Pero, sobre todo, haber llegado. Porque el camino difícil y áspero de al menos dos horas debe de ser un reto que a algunos les resulta insuperable. Pero si no se sube, no se llega. No hay ascensor, ni teleférico, ni helicóptero.
Para ser padres no hay tampoco ascensor ni teleférico. Tener hijos no significa sin más ser padres. Ser es un verbo muy comprometido. Llegan a ser madre y padre los que han subido ese gozoso e intenso camino de la juventud, del enamoramiento, del noviazgo sabiendo que prepararse no es una actividad aleatoria o evitable, ni un tormento inaguantable, sino un deber y una necesidad, una tarea grave. ¿Cuántos años de estudio necesita un arquitecto para llegar a proyectar y construir una casa? Y hacer mujeres y hombres, mujeres y hombres como deben ser, que es mucho más insigne que hacer una casa, ¿no va a necesitar una preparación seria y responsable de lo mucho que se necesita para crear un hogar?
A veces, desde al alto púlpito de la paternidad, se lanzan frases, retos, anatemas, castigos del todo inútiles e injustos. Porque como no se educa con palabras sino con la vida, no hay más remedio (¿pero cuántos lo adoptan?) que hacer un largo camino de formación como padres. Camino que no es necesariamente duro, pero que debe ser responsable, completo y que debe resultar feliz. Estar en la cima de la paternidad es vivir y hacer vivir como lo hacen los padres. Parece una perogrullada esta afirmación. Pero, aunque lo sea en el lenguaje lógico, no lo es en la vida. ¿O sí?