martes, 12 de abril de 2011

¡Guarao!


Me contaba una buena amiga que en una seria conversación con un sobrino suyo, de dos años escasos, le preguntaba si su papá tenía, por ejemplo, un caballo. El niño respondía sin titubear que sí. Y cuando su tía le decía que nunca se lo había visto y que dónde lo tenía, respondía también sin ninguna duda: “¡Guarao!” (traducción para los que no tratan con niños de dos años escasos: Guardado). Y así con un barco, con un avión, etc. Y seguía contando mi amiga que la conversación llegó al paroxismo –y se acabó- cuando le pregunto si su papa tenía un coche. Porque entonces el niño, seriamente enfadado, la obligó a ir a la calle y tocar el coche de su padre que estaba aparcado allí.
Aquel niño no podía consentir, y menos confesar, que su padre no tuviese todo lo que se puede tener. Un niño ve en sus padres a dos dioses: el dios del poder y la diosa del amor. El padre lo es todo en el mundo de la fuerza, de la inteligencia, de la valentía, de la autoridad… Y la madre es la fuente de todo lo bueno, lo dulce y lo amoroso.
Conozco y trato a un muchachito que tiene un padre un poco tarambana. Y se relaciona con su hijo con cierta dureza y distanciamiento. Pero cuando le he hablado de ello a mi joven amigo, adopta una postura encantadora de defensa de su padre y olvida lo que de alguna manera ha dicho antes de él que pudiera interpretarse como desdoro. 
Es un deber de los padres mantenerse en ese cálido y accesible trono de grandeza a pesar de que la edad vaya haciendo crítico al hijo. Me confesaba un buen amigo, ya maduro: “Miro a mi padre y me pregunto: ¿Será más bueno Dios?”.
Cuando un hijo tiene un padre y mantiene de él la estima creciente que le hace calar en la hondura de su personalidad y lo ve siempre sencillo y grande en medio de las dificultades, de la pobreza, de los problemas, ante la conducta enrevesada de los hijos; presente con el afecto con todos los que forman la familia; con recursos de la vida o del alma para seguir adelante a pesar de todo; fiel y devoto ante la esposa; con un humor complacido porque tiene una familia feliz… ese hijo crece tomando del padre ejemplo. Sigue siendo su dios. Es un hijo que no se perderá. No habrá señuelos que le hagan dudar de que no ha  acertado en la caza.  
Pero es que, además, los psicólogos dicen que los niños forjan su imagen de Dios a partir de su padre como modelo. Y se sienten felices de saber que en el cielo tienen un Padre grande que se parece al padre que tienen en la tierra. Y sería grave que nuestra conducta hiciese que nuestros hijos lanzases sobre la imagen que tienen de Dios la miseria de nuestra vida.  
Pueden servirnos estas y parecidas, sin duda mejores y más valiosas, reflexiones para repasar nuestra conducta. Las expectativas de los hijos deben contar también al trazar nuestro proyecto de vida.

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