Giorgio Vasari (Arezzo 1511- Florencia 1574) fue arquitecto, pintor y escritor. Escribió la Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos: ¡79! Tal vez esas biografías lo hagan recordar más que su obra de arquitecto o pintor. Pero es una de sus pinturas, La lapidación de San Esteban protomártir, que le ocupó durante dos años, la que motiva esta reflexión. Se encuentra en la iglesia de San Esteban de los Caballeros, de Pisa, cuyo proyecto fue del mismo Vasari. Y de ella es el fragmento que acompaña a estas líneas.
Esta inestimable pintura se encuentra actualmente roída por la humedad y el moho, sobre todo en la parte izquierda lindante con el marco. Se restauró ya en 1945, pero ni la humedad ni los hongos saben leer el calendario, ni entienden que los que visitan la iglesia, fieles o admiradores del arte, gocen contemplando un hecho ejemplar o una obra maestra. Y poco a poco han ido saltando barreras por su afán de invasión y han ido dejando al aire el tejido de la tela.
¡Cuántos valores de la vida, además de los del arte, yacen expuestos a la intemperie de la indiferencia! Las familias son (o pueden y deben serlo) depósitos sagrados de un pasado que no se puede dejar perder. ¡Qué hermoso y estimulante es repasar la figura y la historia de alguno o de todos nuestros antepasados, para acariciar con orgullo y el deseo de ser leales a su memoria, sus actos, sus obras, sus pensamientos y sus convicciones! La culpa la tienen muchas veces los transmisores naturales de la tradición familiar, abuelos y padres. Porque no dan con el momento, el tono, la mesura encendida para suscitar ante los más jóvenes la imagen de maestros de vida que fueron también fuente de ella.
Y, sin embargo, esa herencia, la más preciada (¿o sólo estérilmente apreciable?), queda confinada en el fondo de la memoria, como lo está el viejo álbum familiar de fotos en algún rincón recóndito de una estantería. Tal vez sin humedad ni moho. Pero sí ahogada por el polvo frío del olvido o el moho del desinterés.
Esta inestimable pintura se encuentra actualmente roída por la humedad y el moho, sobre todo en la parte izquierda lindante con el marco. Se restauró ya en 1945, pero ni la humedad ni los hongos saben leer el calendario, ni entienden que los que visitan la iglesia, fieles o admiradores del arte, gocen contemplando un hecho ejemplar o una obra maestra. Y poco a poco han ido saltando barreras por su afán de invasión y han ido dejando al aire el tejido de la tela.
¡Cuántos valores de la vida, además de los del arte, yacen expuestos a la intemperie de la indiferencia! Las familias son (o pueden y deben serlo) depósitos sagrados de un pasado que no se puede dejar perder. ¡Qué hermoso y estimulante es repasar la figura y la historia de alguno o de todos nuestros antepasados, para acariciar con orgullo y el deseo de ser leales a su memoria, sus actos, sus obras, sus pensamientos y sus convicciones! La culpa la tienen muchas veces los transmisores naturales de la tradición familiar, abuelos y padres. Porque no dan con el momento, el tono, la mesura encendida para suscitar ante los más jóvenes la imagen de maestros de vida que fueron también fuente de ella.
Y, sin embargo, esa herencia, la más preciada (¿o sólo estérilmente apreciable?), queda confinada en el fondo de la memoria, como lo está el viejo álbum familiar de fotos en algún rincón recóndito de una estantería. Tal vez sin humedad ni moho. Pero sí ahogada por el polvo frío del olvido o el moho del desinterés.
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