Causa extrañeza leer los eslóganes que estimulan a visitar una ciudad cuando en ellos se declara que sus procesiones de Semana Santa son “de interés turístico”. Y uno se pregunta: ¿quién tiene la culpa de que un “producto” de amor se haya convertido en una atractiva meta de excursión?
No es que queramos que se instaure un tribunal que determine si hubo o no delito. Y, menos todavía, la cuantía de su purga. No somos quién para ello. Pero sí invitar con voz alta (porque, si no, la voz se pierde en el desierto) a reflexionar sobre el proceso que ha llevado a esa apreciación turística de la fe. Tenemos todos todo el derecho y deberíamos sentir todos también todo el deber.
¿Cuáles han sido los caminos por los que la penitencia pueda estar degenerando en ostentación? ¿Y el de la fe y el amor, que se apoyan en la contemplación de la belleza, para que ésta inspire poco más que admiración estética? ¿Y el que hayan recorrido los promotores, herederos de la fe de sus padres (¡de sus madres!), de sus abuelos, de sus… para que su gestión de servicio y devoción haya quedado enturbiada, si no pervertida, por tics de mangoneo y zancadillas con poca piedad? ¿Y el de permitir que un tesoro de fuego se convierta en estímulo de una fría visita turística?
La Semana Santa es un legado sagrado. Lo son las realidades que representan. La intención de los que la alientan. La cuna en que nació. El deseo de que no se pierda ni un solo gesto de lo que da vida a una fe que siempre corre el riesgo de vacilar como las velas y antorchas que lucen en ella.
El sólo acto de repetirla un año más y otro y otro, no garantiza la pureza de su entraña. Si se pudiese pesar todo el esfuerzo que se dedica a organizarla y sopesar todo el caudal que se invierte en hacerla lucir, habría que cotejarlo con el fruto cristiano que se busca y se obtiene en ella. Habría que hacerlo, aunque fuese difícil y duro y doloroso pesar, sopesar y cotejar. Porque, si no, se llegaría a estar hinchando un muñeco más o menos llamativo para que, a su paso, la gente quedase asombrada de tanto volumen, tanto color y tanta apariencia vacíos y fuese aceptando que la vida del espíritu se alimenta con aire.
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