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viernes, 12 de abril de 2019

Los crucificados de hoy (J.A. Mateos)

Traemos con permiso presunto un artículo de opinión de Jose A. Mateos en Salamanca RTV_aldía (2017):

Hay entre nosotros quienes preferirían un Cristo sepultado, un muñeco que llevar en procesión por las calles, un Cristo amordazado, un Cristo hecho a la medida de nuestros caprichos y de nuestros mezquinos intereses. No quieren un Dios que nos pregunte y que revuelva nuestras conciencias, un Dios que clame: 'Caín, ¿qué has hecho a tu hermano Abel?'

W. O'MALLEY, The Voice of Blood

Una semana importante para los cristianos, desde sus comienzos la Iglesia ha celebrado el Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Jesús, momento cumbre de la historia de la salvación. Semana concentrada en tres días para celebrar el amor, la muerte y la vida, de ahí el nombre de Semana Santa. La participación en diferentes manifestaciones de religiosidad popular como procesiones, vía crucis, etc., son formas de celebrar el Misterio Pascual, pero debemos distinguir entre lo que es la devoción y la celebración misma de ese misterio en el Triduo Pascual: La Cena del Señor (Jueves Santo), La Muerte (Viernes Santo) y la Vigilia Pascual (Sábado Santo).
La muerte, puede ser lo más recóndito de la existencia humana, esa posibilidad de no ser, de llegar a un punto sin retorno, provoca angustia y miedo. Esa realidad irracional de la muerte tiene un punto culminante en la cruz de Jesús, su muerte no fue un error, fue el precio de su rebeldía, de su disidencia, en ella, un grito terrible: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado…” (Mc 15,34.37). Una muerte injusta, sufrida en soledad, silencio y abandono, en la que todos colaboran o porque piden la muerte directamente o porque callan para no complicarse.
Cada día, en el mundo, muchos justos son aniquilados como lo fue Jesús. Con la muerte del Justo no han acabado las muertes de los justos, por todos los rincones de la tierra se encuentran muchos hombres llamados a la impotencia y al sufrimiento. Muchos no entienden la fe en un crucificado, tampoco que los crucificados de ahora puedan hablarnos de Dios y evangelizarnos. No es fácil creer en un pobre entre los pobres, en un Dios que cuelga en un madero, es más fácil inclinarse ante un Dios todopoderoso que resuelva la vida una vez por todas. La justicia, como la verdad, complican nuestras vidas, para no complicarnos, callamos y hacemos la vista gorda y seguimos la rueda de la cotidianidad acomodándonos a todo. Todas las víctimas y ajusticiados injustamente tienen su razón de ser aunque solo sea para manifestar un grito contra la injusticia. La humanidad, sobre todo los “anawin”, dependen del grito de alguien, ese fue el grito de Jesús ante el abandono de todos, es el grito contra todo pragmatismo, es el grito contra todo lo que amenaza y destruye la dignidad y la libertad.
Los abandonados y crucificados en la época de Jesús eran anawim, hoy también. El “anawin” podía ser un pobre, aunque no necesariamente, escaso de bienes materiales básicos. Podía ser, aunque no siempre, una persona marginada o excluida socialmente, no siempre es un emigrante, un refugiado, un anciano olvidado o un drogadicto. Son todos aquellos que no tienen nada, incluido lo que necesitan para vivir plenamente, son aquellos que viven el desconsuelo, el abandono, el rechazo, minusvalía física y mental, enfermedad, depresión y la simple y sencilla soledad y miseria. El anawin, es aquel que nada tiene y pone en Dios su esperanza última, está seguro de que llegará un “día del Señor” que pondrá la historia y a todos en su sitio.
Está siendo una semana crucificados: Los ataques de Siria con armas químicas sobre víctimas inocentes y niños; el fanatismo terrorista se hizo presente en Estocolmo; Los 59 misiles dejados caer por Estados Unidos provocando toda una serie de muertos que se quedarán en el olvido; más de 50 cristianos asesinados en Domingo de Ramos cuando levantaban los ramos de la paz y la esperanza; los inmigrantes que se siguen apilando en las fronteras, los refugiados en las alambradas esperando su oportunidad en un mundo sin oportunidades; ACNUR está advirtiendo del riesgo de muertes masivas por hambre en el cuerno de África, Yemen y Nigeria aumentando los desplazamientos y refugiados por la sequía. Son ellos, no las imágenes que sacamos a las calles, los que continúan la Pasión de Dios, son también causa y principio de salvación del mundo. Los crucificados hoy, como ayer ofrecen al mundo la posibilidad de conversión, esperanza, amor, perdón, solidaridad, fe. Posiblemente esa realidad ha quedado oculta ante tanta estética religiosa en las calles, nuevas formas de adormidera, una religiosidad de circunstancias de otra época o de un mundo sin Dios, que oculta y oscurece al verdadero crucificado.
Nuestra misión de seguir a Jesús y de abrir la esperanza en la resurrección, que está ligada a bajar de la cruz a tantos crucificados. Debemos aproximarnos a esa realidad como el que tiene un tesoro escondido, hacernos cargo de la situación y aprender de ellos. Solo desde los anawin, podemos acceder a la resurrección de Jesús y dar testimonio de ella. Integrar en la cruz la experiencia de un Dios que se deja afectar por el sufrimiento humano y abrir una esperanza liberadora contra la injusticia que produce víctimas. La experiencia del Resucitado está llamando a nuestras comunidades a la solidaridad con los crucificados y a la lucha contra la injusticia, no solo a transformar el corazón del hombre, sino el corazón de un mundo sin corazón. La resurrección de Jesús es “la protesta de Dios contra la injusticia, la injusticia infligida a Jesús y a aquellos a quienes él sirvió” (T. Lorenzen).

jueves, 4 de abril de 2013

Pasos.



Un buen amigo mío (y muchas cosas más) me está regalando estos días de Semana Santa las imágenes de las procesiones de su ciudad. Las veo, las miro y las vuelvo a mirar porque alimentan en mí los sentimientos que una procesión intenta despertar.
Repaso ahora y aquí esos sentimientos con una reflexión, común a todos los creyentes, porque comunicarse sentimientos y convicciones me parece que es una forma profunda de amar.    
Las imágenes que he tenido ocasión de contemplar (las imágenes religiosas se contemplan: si no se hace eso es inútil mirarlas) me resultan bellas a pesar de la dureza del dolor que vierten. La belleza y la hondura del dolor sólo la entiende quien ha sufrido porque ha amado. Un Cristo que espera la sentencia de muerte; o clavado en la cruz y entregando la vida; o muerto ya en ella, porque puso ya en las manos de su Padre lo que le quedaba, su Espíritu, es un tesoro de amor, de generosidad, de fortaleza, de fidelidad, de sabiduría, la más profunda sabiduría.
Alrededor de la imagen veo a personas de toda edad y condición en una actitud de limpio dolor y de adhesión sincera.
No dan la impresión de que haya en su presencia o en sus actitudes o en sus miradas nada de ficción teatral como pudiera hacer pensar el sayo que llevan. Están ahí porque necesitan sentirse solidarios con el dolor de Jesús, manifestarse con sencillez como amigos suyos, formar un grupo de personas que alimentan el sentido de pertenencia a un corriente viva y secular de fe.
La numerosa participación de adolescentes y jóvenes me hace gozar porque pienso que la urdimbre familiar en la que tejen su fe es sana, antigua, pertinaz, celosa. Y esto especialmente, cuando contemplamos el mundo en que se levantan tantos castillos de humo, alienta la esperanza de un futuro en el que el que es la Vida seguirá sosteniendo y orientando el camino de los creyentes.
¡Ojala los padres y los abuelos nutran con sabiduría y fortaleza el corazón y la cabeza de sus hijos y nietos! Harán de ellos personas juiciosas y conscientes que lleguen al final con un espíritu que entreguen felizmente al Padre.  

sábado, 31 de marzo de 2012

Nuestros pies.


Me estremece leer el comienzo del capítulo 13 de Juan. “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y tomando una toalla se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido”.
La presencia de Jesús en medio del estruendo de los hombres a lo largo de la historia es un corto resumen de la ternura de Dios, Dios de todos, que ama. Y por eso la vida de Jesús es sólo Amor. No traía otro mensaje ni otra palabra. Vino a compartir el amor humano trayendo el amor de Dios y a sanear el amor del hombre enseñándonos a amar como debe y puede y no quiere amar el hombre. Porque Él era Amor, Él era el Amor.
En lo más hondo de nuestro ser hombre, de nuestra condición animal, está el egocentrismo. No hace falta demostrarlo. Lo vivimos y constatamos todos. Vi hace muchos años una película italiana, suma de varios episodios independientes en su planteamiento pero coincidentes todos con el título de la cinta: Yo, yo, yo… y los otros. El que diga que no le corresponde la actitud que subraya la película o es un mentiroso o un pervertido o un imbécil o un santo.
Precisamente para no sufrir que nos digan que somos “narcisos” consumados, tratamos de borrar el mensaje de amor y de servicio que nos propone Jesús, y por eso tratamos de borrarle a Él de nuestra vida, ya que no podemos hacerlo de la historia. Lo pretendió hacer Judas. Hay leves indicios en el relato del Evangelio que nos permiten delinear con seguridad (y así lo veían sus compañeros del grupo de Jesús, tampoco precisamente dechados de altruismo) que acariciaba con gusto la bolsa común. Es decir, se acariciaba a sí mismo. Que es lo que hacemos nosotros cuando queremos llevar la voz cantante (algunos somos solistas empedernidos), tener la razón en todo (hemos trepado hasta el sillón de la judicatura universal), imponer nuestro criterio (tenemos vocación de dictadores: sobre todo cuando, con toda la fuerza de nuestra protesta,  exigimos democracia),  hacer que pese sobre el otro, sobre todos los otros,  nuestro gusto (como niños irredentos de su niñez que siguen empeñados en pedir helados…).
¿En qué medida, con qué gesto nos arrodillamos delante de los que amamos, no ya para aliviar su cansancio y ni siquiera para limpiarles del polvo de su egoísmo, sino para realizar un acto de auténtico amor? 

lunes, 18 de abril de 2011

De interés turístico.

Causa extrañeza leer los eslóganes que estimulan a visitar una ciudad cuando en ellos se declara que sus procesiones de Semana Santa son “de interés turístico”. Y uno se pregunta: ¿quién tiene la culpa de que un “producto” de amor se haya convertido en una atractiva meta de excursión?
No es que queramos que se instaure un tribunal que determine si hubo o no delito. Y, menos todavía, la cuantía de su purga. No somos quién para ello. Pero sí invitar con voz alta (porque, si no, la voz se pierde en el desierto) a reflexionar sobre el proceso que ha llevado a esa apreciación turística de la fe. Tenemos todos todo el derecho y deberíamos sentir todos también todo el deber.  
¿Cuáles han sido los caminos por los que la penitencia pueda estar degenerando en ostentación? ¿Y el de la fe y el amor, que se apoyan en la contemplación de la belleza, para que ésta inspire poco más que admiración estética? ¿Y el que hayan recorrido los promotores, herederos de la fe de sus padres (¡de sus madres!), de sus abuelos, de sus… para que su gestión de servicio y devoción haya quedado enturbiada, si no pervertida, por tics de mangoneo y zancadillas con poca piedad? ¿Y el de permitir que un tesoro de fuego se convierta en estímulo de una fría visita turística?  
La Semana Santa es un legado sagrado. Lo son las realidades que representan. La intención de los que la alientan. La cuna en que nació. El deseo de que no se pierda ni un solo gesto de lo que da vida a una fe que siempre corre el riesgo de vacilar como las velas y antorchas que lucen en ella.
El sólo acto de repetirla un año más y otro y otro, no garantiza la pureza de su entraña. Si se pudiese pesar todo el esfuerzo que se dedica a organizarla y sopesar todo el caudal que se invierte en hacerla lucir, habría que cotejarlo con el fruto cristiano que se busca y se obtiene en ella. Habría que hacerlo, aunque fuese difícil y duro y doloroso pesar, sopesar y cotejar. Porque, si no, se llegaría a estar hinchando un muñeco más o menos llamativo para que, a su paso, la gente quedase asombrada de tanto volumen, tanto color y tanta apariencia vacíos y fuese aceptando que la vida del espíritu se alimenta con aire.