Todo hace pensar que es una triste verdad. Triste, pero,
desgraciadamente, verdad. Leemos en la prensa: “El lago
Nakuru, en el oeste de Kenia y famoso por sus
flamencos rosados y sus rinocerontes, está «muerto» debido a la contaminación”.
El Gobierno de Kenia promueve una investigación. Y el
ministro de Turismo Najib Balala expone: «El parque ha sido famoso por su gran
número de flamencos, pero muchos de ellos se han ido a otras
zonas». Y afirmó, después de haber recorrido ese privilegiado parque nacional,
que no había visto ningún ejemplar de los «cinco grandes»: león, elefante, rinoceronte, búfalo y leopardo.
No es, ni mucho menos, un hecho único y ni siquiera raro.
Si giramos nuestra atención por nuestro contorno (más o menos de verdad
“nuestro”) lo comprobamos con seguridad y, tal vez, con desaliento.
Porque
el precioso parque que hasta ahora hemos llamado familia (familia de sangre o de corazón: hijos y educandos) se nos
mustia por la contaminación.
Se
me ocurren dos caminos de los muchos que con seguridad apunta la visión que
tenemos de nuestro mundo: la exclusión y la fortaleza. El primero es casi
impensable, pero no de un modo absoluto, especialmente si va unido al segundo.
Con
limpieza y firmeza en la definición y descripción de contaminantes,
podemos indicar los caminos que podemos
y debemos (o no debemos) recorrer con amigos, conocidos, luminosos e iluminados
que se nos presentan en la vida. Sin convicciones estamos perdidos. Y una de
esas convicciones debe ser la de que si ponemos un pie en el fango estamos
haciendo fácil hundirnos en él: excluir el camino del lodo es un deber
ineludible.
Es
más difícil el camino de la fortaleza. Pero suele ser el menos cuidado, porque
es el menos grato. Es camino de exigencia. Y la sociedad civil o familiar en la
que respiramos no cultiva precisamente la exigencia. Cree que respeta si
concede, que si halaga, gana. Y está convencida de la necesidad de conceder
para evitar rechazos. Y así ni respeta ni forma.
Lo
halagüeño debilita la voluntad. Y con una voluntad débil no hay ganas de
lanzarse a lo noble, a lo alto, a aceptar el golpe del mazo, la herida del
buril, la mancha del pincel. Y de ese modo cultivamos parques en los que no
brotan ni la vida ni la belleza. Sin embargo y a pesar de todo, estamos
gozosamente invitados a algo que es posible: cultivar en el campo que se nos
confía la esplendidez de una cosecha feraz.