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lunes, 1 de julio de 2019

El mundo que nos toca respetar.


En la Escuela Superior Sant’Anna de Pisa (Italia) el Instituto de Bio-robótica ha ideado y realizado un sueño: un robot comeplástico. Es un robot cangrejo llamado Silver 2. Explora y limpia los fondos marinos. En el área marina protegida de Le Secche delle Meloria ha comenzado, de momento, su búsqueda de microplásticos.
Está a la espera de que le doten de un brazo con el que pueda recoger bolsas y botellas. Pero, mientras tanto, alienta la noticia de que se esté investigando en este ineludible proceso de liberarnos de la asfixia del plástico.        
Este regalo se debe a Marcello Calisti, colaborador de Cecilia Laschi, pionera en la robótica marina que ideó el primer robot “suave” inspirado en el pulpo, para combatir la contaminación del mar.
Un regalo como este debe servir para despertar en nosotros sentimientos y actitudes como las de admirar la pureza de la Naturaleza, la hermosura en todas sus dimensiones, la generosidad de los bienes que produce, la capacidad de regenerarse cuando se lo permitimos, el placer de vivir en un mundo tan diverso, tan luminoso, tan generoso, tan constante en darse y rehacerse.
Pero, al mismo tiempo, no debemos ni podemos permitir que junto a nosotros haya quien malviva y maltrate esa nobleza natural del mundo (“mundo” significa limpio, hermoso) del que somos parte, del que recibimos todo lo que tenemos de “natural”,  del que seremos parte íntima cuando hayan pasado muchos años de nuestra presencia sobre él. 

martes, 4 de junio de 2019

El pobre Nakuru en el Día del Medio Ambiente


Todo hace pensar que es una triste verdad. Triste, pero, desgraciadamente, verdad. Leemos en la prensa: “El lago Nakuru, en el oeste de Kenia y famoso por sus flamencos rosados y sus rinocerontes, está «muerto» debido a la contaminación”.
El Gobierno de Kenia promueve una investigación. Y el ministro de Turismo Najib Balala expone: «El parque ha sido famoso por su gran número de flamencos, pero muchos de ellos se han ido a otras zonas». Y afirmó, después de haber recorrido ese privilegiado parque nacional, que no había visto ningún ejemplar de los «cinco grandes»: león, elefante, rinoceronte, búfalo y leopardo.
No es, ni mucho menos, un hecho único y ni siquiera raro. Si giramos nuestra atención por nuestro contorno (más o menos de verdad “nuestro”) lo comprobamos con seguridad y, tal vez, con desaliento.
Porque el precioso parque que hasta ahora hemos llamado familia (familia de sangre o de corazón: hijos y educandos) se nos mustia por la contaminación.
Se me ocurren dos caminos de los muchos que con seguridad apunta la visión que tenemos de nuestro mundo: la exclusión y la fortaleza. El primero es casi impensable, pero no de un modo absoluto, especialmente si va unido al segundo.
Con limpieza y firmeza en la definición y descripción de contaminantes, podemos  indicar los caminos que podemos y debemos (o no debemos) recorrer con amigos, conocidos, luminosos e iluminados que se nos presentan en la vida. Sin convicciones estamos perdidos. Y una de esas convicciones debe ser la de que si ponemos un pie en el fango estamos haciendo fácil hundirnos en él: excluir el camino del lodo es un deber ineludible.
Es más difícil el camino de la fortaleza. Pero suele ser el menos cuidado, porque es el menos grato. Es camino de exigencia. Y la sociedad civil o familiar en la que respiramos no cultiva precisamente la exigencia. Cree que respeta si concede, que si halaga, gana. Y está convencida de la necesidad de conceder para evitar rechazos. Y así ni respeta ni forma. 
Lo halagüeño debilita la voluntad. Y con una voluntad débil no hay ganas de lanzarse a lo noble, a lo alto, a aceptar el golpe del mazo, la herida del buril, la mancha del pincel. Y de ese modo cultivamos parques en los que no brotan ni la vida ni la belleza. Sin embargo y a pesar de todo, estamos gozosamente invitados a algo que es posible: cultivar en el campo que se nos confía la esplendidez de una cosecha feraz.

sábado, 23 de marzo de 2019

Un canal de plástico.


El mal que contemplamos en esta imagen, tomada de un video hecho en Manado, Indonesia, no es un mal único o extraño. Todo eso y todo lo que escupen los muchos ríos de plástico que van a ahogar a los océanos, son una amenaza evitable y un reflejo aturdido de nuestra conducta, la de los hombres, vergonzosa.
Sesenta kilómetros más al Sur se retiró del agua, hace cuatro meses, una ballena muerta, con seis kilos de plástico en el estómago.
Ocean Conservancy, organización no gubernamental con sede en Washington, asegura que China, Indonesia, Filipinas, Vietnam y Tailandia arrojan al mar el 60 por ciento de los residuos de plástico que hay en los océanos. Indonesia, que trabaja contra esta plaga, es la segunda, después de China, en esta contaminación.
El mal mayor, sin embargo, está en la cabeza y en el corazón  de los que contribuimos a este asesinato de la Naturaleza. Nuestra indiferencia (pensemos en la  de nuestros hijos y educandos) lleva a nuestras manos un instrumento asesino sin pensar que lo es. Es el primer fallo en nuestra educación, la propia y la de nuestros dependientes.
“¡Si no mancha!, ¡Si no corta!, Si no pesa nada!...”, es una respuesta insensata (porque no pensamos) y criminal (porque aceptamos la propia complicidad) sobre el hecho de la muerte lenta (más o menos lenta), imparable (ahí y en muchos otros sitios están los instrumentos con los que convivimos alegremente mientras el cadáver de la Naturaleza, sin hedor, brillante, ligero… nos acusa de indolencia, vagancia y egoísmo insensible.