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sábado, 8 de julio de 2017

Orquídeas: como en las mejores familias.

Dicen que la Cattleya dowiana es la más bella de las orquídeas. Puedes encontrar su imagen en algún tratado especializado o en algún rincón del historial de estas flores tan llamativas. Su nombre proviene del de William Cattley, aficionado inglés, y del de su compatriota, capitán de barco, John Melmouth Dow. Dicen los que saben que hay unas  25.000 especies (los más exagerado llegan hasta 30.000) a las que hay que añadir unos 60.000 híbridos obtenidos por sus cultivadores.
Se dan en todas partes (menos en los polos y en el desierto, que envidian inútilmente a Madagascar, la patria privilegiada de estas linduras) y todas son admirables por su belleza. Si te fijas, todas son iguales en su maravillosa variedad: dos pétalos –derecha e izquierda-, tres sépalos (arriba, derecha e izquierda) y un labelo (abajo). Pero los colores, las formas y los tamaños las hacen parecer extrañas entre sí como inventoras de la perfección.
Esta que vemos arriba es la que me toca contemplar y me invita a meditar día a día. Creo no errar si digo que es una de las 52 especies del género Cymbidium, que significa, creo barquito. ¿Será por las velas?
De un conjunto de anchas, largas, espesas y ordenadas hojas verde botella se elevaban hace cuatro meses dos palos sosos y sospechosamente inútiles. Mi absoluta ignorancia en ese campo (como en los demás) me hacía pensar que de allí no podía salir nada que mereciese la pena. Salió. Poco a poco se fueron haciendo ver, crecieron y se alargaron dando paso a pequeños brotes de los que se abrieron casi con ritmo calculado otras tantas yemas y flores como las que admiras.
Llevan meses alegrando el aire en que viven. Cada una de ellas embellece un espacio reducido sin que llegue a invadir el que corresponde a la más cercana. Lo hacen de manera compensada de modo que conviven varias sin que lleguen a tocarse, orientándose de modo que todo el entorno goza con la nobleza de la más aledaña.
Me preguntaba: ¿cómo y cuándo acabarán? Y una de ellas me respondió hace dos semanas. Me pareció verla decaer. Un poco lacia al principio, se doblegó lentamente sobre sí misma y, sin decir nada ni entristecer a sus hermanas, fue a caer sobre una de las hojas verde de la base de la planta.
Inevitablemente pensé en la familia, en las familias capaces de darse a sí misma y dar a la sociedad un estímulo para vivir, de embellecer el aire que comparte y que respira, de sentirse solidaria, igual y distinta a las demás, sin llorar por tener, al final, que descansar.
Pero lo que en una planta es obligado, en la familia debe ser fruto de ese proceso delicado, constante, generoso y vivificante que llamamos educación. Y que no es sino la transmisión de la savia sana de dos troncos inigualables que se llaman padre y madre.

viernes, 21 de octubre de 2016

Los Bradypus (pies lentos).

Los bradipos tridáctilos, cuyo nombre griego significa, más o menos, de pies lentos con tres dedos, comparten su mundo con sus parientes más próximos, los bradipos didáctilos, de dos dedos. Son solitarios, tal vez porque necesitan dormir unas 19 horas al día. Con tan lento ritmo (se mueven a 0’24 km por hora) y tanto sueño, llegan a vivir alrededor de 12 años.
No son capaces de mantener una temperatura corporal constante, como sucede en otros muchos mamíferos. Y por eso necesitan vivir en un ambiente tropical húmedo de clima suave constante de 22º C. Los machos viven toda su vida en un árbol, siempre el mismo. Y lo dejan solo para cumplir con sus deberes de macho, entre marzo y abril desde que tienen tres o cuatro años, hecho lo cual vuelven a las ramas de su árbol-domicilio. Las hembras atienden a su único cachorro, de unos 400 gramos, que come ya desde el primer mes de vida. Con seis meses se convierte en el rey del árbol que la madre tiene que abandonar.
Parecen monos, monos perezosos, pero no lo son. Son xenatros, es decir, de brazos raros. Y no tienen dientes. Sí, son los llamados injustamente perezosos. Y debemos decir injustamente, porque ¿qué van a hacer los pobres si son lo que son?
En la sociedad humana nacen también, crecen y se afianzan como tales, porque heredan los modos o porque se los infunden sus padres con una educación  manca de sentido de la convivencia, del “sentido del otro”, perezosos. Se los ve ocupados en roer y no hacer nada el tiempo en que no duermen; distraídos del quehacer familiar o comunitario cuando hace falta hincar el codo; en cambio, cuando tocan a fajina aciertan siempre con el mejor  bocado.
Mimar significa halagar. Pero también expresar, enseñar algo en silencio, con gestos. ¿Estoy seguro de que, mientras trato a mis hijos, a mis “pupilos”, cultivo el agrado de vivir con ellos y para ellos, juntamente con el ejemplo que les haga aprender de mi conducta el descubrimiento de que existen otros y de que, por tanto, debo tener en cuenta, en mis sentimientos, actitudes y acciones, al otro? Difícilmente una conducta en los padres y en el educador queda baldía cuando está adornada de prontitud, teñida de diligencia, embellecida por la generosidad y el afán de servir. 

sábado, 19 de abril de 2014

Cerezas.



Estamos en el Japón, en el parque nacional de Fuji-Hakone-Izu, de la provincia de Shizuoka. Y vemos al fondo el celebérrimo Monte Fuji coronado de nieve.  Pero hoy  no podemos quedarnos embebidos en la blancura perfecta del Monte. No por el frío que podríamos llegar a sentir, sino  porque tenemos delante parte de los cerezos en flor del parque que nos acoge.

Los japoneses tienen un verbo “de estación”, que solo usan en esta del gozoso florecimiento de los cerezos: Hanami, que significa “admirar las flores”. Pero no vale para las rosas o las lilas. Es un verbo propio de los cerezos, porque las flores por antonomasia son para ellos las del cerezo. El punto más alto de la floración de las sakura, las flores del cerezo, dura pocos días.  Y  los japoneses lo esperan para hacer un ejercicio de admiración, asombro, esperanza y luminosidad interior. Y desde comienzos de marzo se dan a conocer las previsiones de la floración, que varía de región a  región.

Es verdad que en España tenemos lugares como El Piorno, El Jerte, El Frasno, Corullón, Etxauri, Gallinera, La Bureba como escenarios de esa explosión de Primavera… Y que se organizan viajes familiares y colectivos para gozarse con la generosa pincelada de blanco que cubre a los afortunados cerezos de esos privilegiados lugares. Pero tal vez falta en nuestras vidas la actitud de pasmo ante la belleza de un fenómeno tan sugestivo como es la resurrección de la Naturaleza con esas vestiduras de gala.

Esta reflexión debemos pasarla a nuestra vida de creyentes cristianos. La Pascua no es solo una fecha en el calendario, ni solo la celebración de un hecho gozoso del pasado: la Resurrección de la Vida de Cristo entregada por amor. Es la realidad presente de ese hecho. Dios no tiene calendario. Porque para Él todo es presente. Y la Pascua cristiana, la Resurrección del Verbo de Dios, de su Cristo, es un acontecimiento que, lo sepamos o no, lo queramos o no, lo sintamos o no, invade nuestras vidas. También nosotros somos herederos de la Resurrección. No sólo de la que se operará en nosotros un día. Sino de la de Cristo, que ya ha venido a habitar, vivificado, en cada uno de nosotros.

miércoles, 10 de julio de 2013

Psenes o avispas.



Esto es un nido de avispas. Mide, dicen, dos metros de alto y dos y medio de ancho. Ya es medir. Medía. Porque, por si las moscas, lo destruyeron al descubrirlo. Y albergaba – sin contar a las que estaban al hacer la foto, de viaje comercial – un millón de avispas, avispa más, avispa menos. Como todas las avispas, son himenópteros (es decir, de alas membranosas, como ya las llamó Estrabón hace más de veinte siglos) avispados, apócritas (como las clasifican los entomólogos, es decir con cintura de avispa, claro), atentos (o atentas a ese trabajo porque lo hacen las hembras) para que nadie turbe la vida de la colmena. Porque si intuyen amenaza, se lanzan sobre el hipotético intruso y haciendo uso de todos sus medios (mandíbulas, aguijón y si hace falta también de la lengüeta) defienden sus derechos. Y le inyectan una sustancia en la que los estudiosos han identificado, por ejemplo, dopamina, serotonina, noradrenalina, histamina, quinina, proteasa… que ¡no mata! (dicen), pero que puede provocar (dicen) un choque anafiláctico ¡que sí puede matar! Hay algunas, entre las 200.000 especies, como la llamada Blastophaga psenes (“insecto come-yemas”), que enriquece y poliniza de un modo muy complejo la variedad de higuera llamada Esmirna. 
Dejando en paz a las avispas, volvamos a nosotros, tan dados a asociarnos, a atacar, a temer que el que no es avispa es un enemigo, a acosarlo, a clavar nuestra mandíbula en el prójimo que no nos gusta, a eliminar al contrario, a negarle la capacidad de volar libremente, de pensar diversamente, de proyectar un futuro a su modo, de almacenar el fruto del propio trabajo, de dejar con nuestro veneno de intransigentes dictadores la hiel de nuestra rabia, envidia, obcecación, terquedad, intemperancia; a exhalar feromonas para engrosar nuestra banda y convocar a un ataque con rabia, como hacen las avispas; a dejar por los suelos nuestra fuerza, nuestra dignidad y nuestros caparazones, si es que dejan algo. Porque las avispas son también carnívoras.  

miércoles, 22 de junio de 2011

La sospecha.

Daisy (o una que se le parece)

Pone Jaime Balmes en el capítulo VI de El Criterio un ejemplo de cómo, por indicios coincidentes y repetidos, nuestra cabeza forja una “verdad” compleja y hasta temible pero sin un pizca de la verdad sospechada. Tom Grant, el buen granjero de South Armagh – Irlanda del Norte – no quiso fraguar el argumento de una novela de misterio. Renunció a la sospecha y montó una cámara que grabó cómo sucedía que, cuando él se levantaba, sus vacas, encerradas al anochecer en el establo, estaban fuera de él. ¿Cómo iba a sospechar que su vaca Daisy, tan pacífica y buena lechera, tan tranquila y obediente, abría desde dentro la cancela del establo? ¿Quién iba a suponer que su sagacidad (la de Daisy) llegase a tanto como sacar la lengua y con sendos movimientos laterales, rápidos y certeros, levantar los dos cierres que bloqueaban la puerta?   
Nos cuesta renunciar a la suspicacia. Suspicacia o sospecha, que significa mirar debajo de la alfombra, mirar debajo. Es decir, ya que a simple vista no veo nada de lo que sospecho y yo estoy seguro de que el hecho existe, es que está escondido. Porque estamos seguros de que el enemigo (o esa persona de la que suponemos que siempre oculta algo) lo oculta porque es un delito.
Las andanzas nocturnas son siempre delictivas. Y Daisy buscaba sólo hierba. Las medias palabras son siempre engañosas. Y Daisy evitaba hablar porque hablar no era lo suyo. Y los gestos disimulados se deben a la intención de que sólo el que está en antecedentes del crimen se entere de lo que le quieren decir. ¡Pobre Daisy!

jueves, 12 de mayo de 2011

El "primer verano".

Los romanos, metódicos y determinantes, llamaron a esta estación del tiempo que estamos viviendo estos días Primer Verano, Primum Ver, que nosotros, aficionados a los neutros y a los plurales (por algo será), hemos convertido en Prima Vera.
Decía – creo recordar que don Santiago Ramón y Cajal, que tanto sabía de cerebros - en el discurso de ingreso en una de las Academias de las que formó parte, algo como esto: Se necesita tener cerebro de oruga para suspirar por los verdes perpetuos de las regiones del Norte y no descubrir la belleza de los violetas, cárdenos, azules, grises y sienas de los alrededores de Madrid.   
Yo le comentaría muy respetuosamente a don Santiago (que tenía toda la razón al ponderar la belleza de la gama total de la Naturaleza): Me gusta la paleta de colores que nos regala eso que llamamos cosmos, es decir bello; esta tierra que nos aguanta y que llamamos mundo, es decir, limpio; o gea, que es alegría. Y me encanta el verde de la Naturaleza, el verde del Norte y de toda la Tierra.
Pero contemplar con fruición el vestido de la Primavera me hace sentir mucho más que la seducción del verde y de los verdes (un asturiano me hacía admirar su tierra mientras me aseguraba que allí tienen, al menos, 48 matices de verde) su poder explosivo. Porque la Primavera con sus verdes no es realmente el Primer Verano, sino el Verano en su nacimiento, Verano Niño, Verano Joven. Es una síntesis de promesas que se empiezan a cumplir. Un tesoro de frutos en ciernes. Un estímulo vivo y pujante de la esperanza. Y una preciosa cuna para la alegría y el optimismo.  
Ver significa para nosotros que la Primavera y el Verano traen la seguridad de que sus flores no acaban en flor; de que la clorofila, las xantófilas, la ficocianina no son sólo adorno, sino sustrato de vida; de que esto que vemos ahora es ya digno del mayor respeto y la más alta admiración. Es un milagro. Un centroamericano me hacía conocer, aquí en Europa, su asombro ante el milagro de la primera Primavera que conocía. 
Y si la Primavera es un milagro, no lo es menor que año tras año el Verano (¡y el Otoño: la uva!) sean el homenaje de vida que la Tierra se ofrece a sí misma en un renacimiento que viene realizándose desde hace millones de años y seguirá alegrando el corazón del hombre y prometiendo y cumpliendo una vez más… y otra y otra.
No es inoportuno que mirando la edad del hombre en que la promesa se va afirmando, nos paremos a examinar si nuestro cuidado por no estorbar, por ayudar, por acompañar con nuestra admiración y nuestra presencia su maduración son lo que deben ser. Porque en esta unidad de vida en la que estamos es tan fuerte la necesidad que tienen los brotes verdes de ser atendidos como la que tenemos los que podemos y debemos de prestar esa atención.