Conocéis la leyenda
del emperador chino que, para elegir esposa, lo hizo entre todas las jóvenes
que, presentadas como aspirantes, volviesen al cabo de seis meses con la flor
más hermosa obtenida del cultivo de una semilla recibida del rey. Eligió a la
que presentó, en medio de un jardín de hermosísimas flores traídas por las
otras, una maceta sin más que tierra. Su decisión, explicó el emperador, la
había movido el deseo de compartir la vida con una mujer fiel a su amor. Todas
se habían ido a su casa con una semilla estéril y volvían con la mentira de una
flor deslumbrante. La elegida presentaba la hermosura de la honradez.
Vivimos y convivimos,
con frecuencia, engañando y engañándonos. Engañar a los demás nos resulta fácil
desde que nos hemos entrenado engañándonos a nosotros mismos. ¿Qué por qué nos
engañamos? Porque nos gusta soñar más que vivir, esperar más que trabajar,
suponer más que constatar, desear más que ahondar, exigir más que dar, recibir
más que servir. Nos sentimos inseguros y nos creamos arrimos que disimulan
nuestra inseguridad. Deseamos ser importantes y en vez de buscarlo y lograrlo
siendo honrados, siendo auténticos, recurrimos a parecerlo, a darnos
importancia, a pedir a los demás que nos lo reconozcan: que es el mejor
argumento para demostrar que no lo somos.
Engañamos al débil
porque sabemos que podremos aprovecharnos de él y de su debilidad. Al fuerte,
pero con disimulo y taimadamente, para que el bien que esperamos obtener sea,
al menos, el de que nos aniquile. La mentira es un rebujo en el que la
apariencia del papel dorado es lo contrario de lo que envuelve.
Que
cuando el Rey ponga en claro cuál ha sido su política de amistad, de amor para
con nosotros, podamos levantar la cabeza ofreciéndole en nuestros ojos la flor
de la sencilla verdad.