Mostrando entradas con la etiqueta mentira. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta mentira. Mostrar todas las entradas

sábado, 8 de septiembre de 2012

La Honestidad.



Conocéis la leyenda del emperador chino que, para elegir esposa, lo hizo entre todas las jóvenes que, presentadas como aspirantes, volviesen al cabo de seis meses con la flor más hermosa obtenida del cultivo de una semilla recibida del rey. Eligió a la que presentó, en medio de un jardín de hermosísimas flores traídas por las otras, una maceta sin más que tierra. Su decisión, explicó el emperador, la había movido el deseo de compartir la vida con una mujer fiel a su amor. Todas se habían ido a su casa con una semilla estéril y volvían con la mentira de una flor deslumbrante. La elegida presentaba la hermosura de la honradez.
Vivimos y convivimos, con frecuencia, engañando y engañándonos. Engañar a los demás nos resulta fácil desde que nos hemos entrenado engañándonos a nosotros mismos. ¿Qué por qué nos engañamos? Porque nos gusta soñar más que vivir, esperar más que trabajar, suponer más que constatar, desear más que ahondar, exigir más que dar, recibir más que servir. Nos sentimos inseguros y nos creamos arrimos que disimulan nuestra inseguridad. Deseamos ser importantes y en vez de buscarlo y lograrlo siendo honrados, siendo auténticos, recurrimos a parecerlo, a darnos importancia, a pedir a los demás que nos lo reconozcan: que es el mejor argumento para demostrar que no lo somos.
Engañamos al débil porque sabemos que podremos aprovecharnos de él y de su debilidad. Al fuerte, pero con disimulo y taimadamente, para que el bien que esperamos obtener sea, al menos, el de que nos aniquile. La mentira es un rebujo en el que la apariencia del papel dorado es lo contrario de lo que envuelve.
Que cuando el Rey ponga en claro cuál ha sido su política de amistad, de amor para con nosotros, podamos levantar la cabeza ofreciéndole en nuestros ojos la flor de la sencilla verdad.

viernes, 24 de agosto de 2012

Informar.


Me permito tomar, por lo que tiene de aleccionadora, una página de El libro de los hechos insólitos de Gregorio Doval, escritor fecundo, profundo y divertido, lector e investigador versátil e incansable, periodista, guionista, director de televisión…
No sé si figura como de advertencia a los alumnos de primer curso de periodismo. Pero en todo caso nos sirve a los que solemos ejercer de portavoces de la novedad o a los que nos gusta ser los primeros en contar o los que aseguran que ellos son los que tienen la verdad de la verdad.
En un estudio sobre el mecanismo de creación de los rumores, el investigador Jean-Noël Kapferer relata un famoso caso extremo ocurrido en la prensa europea durante la Primera Guerra Mundial. Todo comenzó al informar el periódico alemán Kölnische Zeitung de la toma de la ciudad belga de Amberes por el ejército alemán, con el siguiente titular: «Las campanas sonaron con la noticia de la caída de Amberes», entendiéndose que se refería a las campanas alemanas. Pues bien, basándose en esta noticia, el diario francés Le Matin informó como sigue: «Según el Köilnische Zeitung, los párrocos de Amberes se vieron obligados a tocar sus campanas una vez que las defensas habían caído». El tumo tocó entonces al londinense The Times, que daba su versión: «Según Le Matin, que reproduce una noticia de Colonia, los sacerdotes belgas que se negaron a hacer volar sus campanas después de la caída de Amberes han sido depuestos de sus funciones». La noticia se va complicando cuando la hace pública el italiano Corriere de la Sera: «Según The Tímes, que cita noticias de Colonia comentadas en París, los desafortunados sacerdotes que se negaron a hacer sonar sus campanas han sido condenados a trabajos forzados». Pero la cuestión queda rematada cuando de nuevo Le Matin informa sobre el suceso: «Según una información del Corriere de la Sera, vía Colonia y Londres, se ha confirmado que los bárbaros ocupantes de Amberes han castigado a los sacerdotes que heroicamente se negaron a repicar las campanas, colgándolos de ellas con la cabeza hacia abajo, como un badajo vivo».
En nuestra jerga nacional esto se llama cotilleo. Ya en el lejano 5 de marzo del año pasado reflexionábamos (o eso queríamos hacer) sobre el deporte olímpico del cotilleo. Es deporte porque es ejercicio de práctica ociosa (¿quién cotillea en el trabajo? o ¿es trabajo-trabajo lo que hacemos salpimentándolo con alfilerazos de ocurrencia, comadreo, rumor y aserto?).
Y es olímpico por varias razones. En primer lugar porque nos sentimos dioses de nuestro olimpo decidiendo como dioses sobre la vida, la conducta y la suerte del vecino (¡cuánto más vecino, mejor!). Es olímpico porque lo ejercemos en competición airada y a veces desairada y entregamos a ello nuestras mejores energías. Es olímpico porque nos gusta encumbrar los podios de las medallas y gozamos con oírnos pregonar como los mejores artistas en el arte de referir, tergiversar, amplificar, desdecirnos, mejorarnos en el arte de arrancar la piel con bizarría y solidez.

sábado, 26 de mayo de 2012

Diccionario RAE.


Cuando me pregunto sobre el origen de la palabra arrendajo (que acabo de usar y voy a seguir usando) recurro al Diccionario de la Real Academia Española, que sabe mucho de arrendajos y de otras cosas, y leo que me dice de un modo conciso y terminante: de arrendar. Pero como el arrendajo es un ave y tiene sus costumbres, vuelvo a mi fuente de inspiración, la RAE, y leo: Ave del orden de las Paseriformes, parecida al cuervo, pero más pequeña, de color gris morado, con moño ceniciento, de manchas oscuras y rayas transversales de azul, cuya intensidad varía desde el celeste al de Prusia, en las plumas de las alas. Abunda en Europa, habita en los bosques espesos y se alimenta principalmente de los frutos de diversos árboles. Destruye los nidos de algunas aves canoras, cuya voz imita para sorprenderlas con mayor seguridad, y aprende también a repetir tal cual palabra.
Nunca he visto un arrendajo (salvo en imagen), pero he quedado casi fascinado ante el aire que me da la Academia de un pájaro tan bonito como el arrendajo: “… de color gris morado, con moño… (he omitido aquí lo de ceniciento para que no desmerezca de nuestra estima), de manchas oscuras y rayas transversales de azul, cuya intensidad varía desde el celeste al de Prusia, en las plumas de las alas. ¿Se lo imaginan?: sobre un fondo gris morado destacan unas rayas transversales celeste y Prusia. Y sigue:   Abunda en Europa, habita en los bosques espesos y se alimenta principalmente de los frutos de diversos árboles ¡No me lo nieguen!: ¡Qué buen gusto al escoger casa y al programar su alimento!
Pero se me cae el alma cuando sigo: “Destruye los nidos de algunas aves canoras, cuya voz imita para sorprenderlas con mayor seguridad, y aprende también a repetir tal cual palabra”. Es un alivio saber que llega a articular palabras, aunque con sólo unas cuantas palabras no llegue a tener un discurso propio. Pero lo de “destruir los nidos de algunas aves canoras, cuya voz imita para sorprenderlas con mayor seguridad” no me va: ¿Cómo un pájaro tan bien dotado por fuera alberga por dentro esa tendencia irreprimible a destruir el nido ajeno, precisamente el de algunas aves canoras? ¿Envidia? ¿Camuflaje sonoro? ¿Rabia? ¿Ansia por destruir lo que existe, lo bueno, lo bello? ¿Falta del sentido de respeto al otro porque ofende su amor propio? ¿Desfachatez para destruir o hacer propio lo que le irrita por no tenerlo él? ¿Vagancia en sus deberes y explotación del fruto producido por el esfuerzo de otros?
Y mi desánimo llega a los niveles del sucio asfalto (¡se me acabó el nido, se me hundieron mis ilusiones, se deshizo mi entusiasmo ante un ave tan pájaro!) cuando la ciencia y la RAE me dicen que ¡imita para sorprender con mayor seguridad!
¿Han dado por la vida con algún arrendajo con faldas y pantalones? ¡Cuidado con ellos porque parece que arrendajo viene de arrendar, que no significa sólo pagar un alquiler, sino también arremedar, es decir, remedar, imitar. No vaya a darse que en vez de dignos ciudadanos sean pájaros de cuenta.

miércoles, 22 de junio de 2011

La sospecha.

Daisy (o una que se le parece)

Pone Jaime Balmes en el capítulo VI de El Criterio un ejemplo de cómo, por indicios coincidentes y repetidos, nuestra cabeza forja una “verdad” compleja y hasta temible pero sin un pizca de la verdad sospechada. Tom Grant, el buen granjero de South Armagh – Irlanda del Norte – no quiso fraguar el argumento de una novela de misterio. Renunció a la sospecha y montó una cámara que grabó cómo sucedía que, cuando él se levantaba, sus vacas, encerradas al anochecer en el establo, estaban fuera de él. ¿Cómo iba a sospechar que su vaca Daisy, tan pacífica y buena lechera, tan tranquila y obediente, abría desde dentro la cancela del establo? ¿Quién iba a suponer que su sagacidad (la de Daisy) llegase a tanto como sacar la lengua y con sendos movimientos laterales, rápidos y certeros, levantar los dos cierres que bloqueaban la puerta?   
Nos cuesta renunciar a la suspicacia. Suspicacia o sospecha, que significa mirar debajo de la alfombra, mirar debajo. Es decir, ya que a simple vista no veo nada de lo que sospecho y yo estoy seguro de que el hecho existe, es que está escondido. Porque estamos seguros de que el enemigo (o esa persona de la que suponemos que siempre oculta algo) lo oculta porque es un delito.
Las andanzas nocturnas son siempre delictivas. Y Daisy buscaba sólo hierba. Las medias palabras son siempre engañosas. Y Daisy evitaba hablar porque hablar no era lo suyo. Y los gestos disimulados se deben a la intención de que sólo el que está en antecedentes del crimen se entere de lo que le quieren decir. ¡Pobre Daisy!