sábado, 8 de septiembre de 2012

La Honestidad.



Conocéis la leyenda del emperador chino que, para elegir esposa, lo hizo entre todas las jóvenes que, presentadas como aspirantes, volviesen al cabo de seis meses con la flor más hermosa obtenida del cultivo de una semilla recibida del rey. Eligió a la que presentó, en medio de un jardín de hermosísimas flores traídas por las otras, una maceta sin más que tierra. Su decisión, explicó el emperador, la había movido el deseo de compartir la vida con una mujer fiel a su amor. Todas se habían ido a su casa con una semilla estéril y volvían con la mentira de una flor deslumbrante. La elegida presentaba la hermosura de la honradez.
Vivimos y convivimos, con frecuencia, engañando y engañándonos. Engañar a los demás nos resulta fácil desde que nos hemos entrenado engañándonos a nosotros mismos. ¿Qué por qué nos engañamos? Porque nos gusta soñar más que vivir, esperar más que trabajar, suponer más que constatar, desear más que ahondar, exigir más que dar, recibir más que servir. Nos sentimos inseguros y nos creamos arrimos que disimulan nuestra inseguridad. Deseamos ser importantes y en vez de buscarlo y lograrlo siendo honrados, siendo auténticos, recurrimos a parecerlo, a darnos importancia, a pedir a los demás que nos lo reconozcan: que es el mejor argumento para demostrar que no lo somos.
Engañamos al débil porque sabemos que podremos aprovecharnos de él y de su debilidad. Al fuerte, pero con disimulo y taimadamente, para que el bien que esperamos obtener sea, al menos, el de que nos aniquile. La mentira es un rebujo en el que la apariencia del papel dorado es lo contrario de lo que envuelve.
Que cuando el Rey ponga en claro cuál ha sido su política de amistad, de amor para con nosotros, podamos levantar la cabeza ofreciéndole en nuestros ojos la flor de la sencilla verdad.

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