viernes, 30 de diciembre de 2016

Un navío inglés llamado "Resolute"

En 1845  Sir John Franklin había salido de Inglaterra al frente de una expedición ártica sin que en 1848 se hubiesen tenido noticias de su suerte. Sucesivamente siete buques británicos, dos de vapor y el resto de velas, intentaron dar con él. Uno de estos últimos era el HMS Resolute que, al mando del capitán Kellett, quedó atrapado en el hielo. Belcher, jefe de la expedición, ordenó a Kellet abandonarlo.
El 10 de septiembre de 1855, el Resolute abandonado fue encontrado, incrustado en un témpano a la deriva, por el ballenero norteameri-cano George Henry, capitaneado por James Buddington a 1.900 kilómetros del lugar de su rendición.
    “Sobre una mesa enorme había una tetera de metal, reluciente como si fuera nueva,
     también un gran volumen de la Biblia de la familia de Scott, junto con vasos y
     botellas de licores selectos. Cerca estaba la silla del capitán Kellett, un mueble
     macizo sobre el que se había extendido, como para proteger este asiento de un
     uso profano, la bandera real de Gran Bretaña”. 

Buddington llegó con el Resolute a New London Connecticut, la víspera de Navidad.
El Congreso de los Estados Unidos lo compró por 40.000 dólares y lo restauró devolviéndolo a la reina Victoria el 13 de diciembre 1856 como una muestra de cortesía. Y Resolute siguió sirviendo hasta su retiro y desguace en 1879.
La reina Victoria regaló en 1889 al Presidente de los Estados Unidos Rutherford B. Hayes un escritorio hecho con madera del Resolute. Y todos los Presidentes, menos tres, lo han tenido en su despacho como tributo de honor a tan noble historia. Se dice que una copia del mismo se conserva en el Museo de New Bedford y otra en el Museo Naval Real de Portsmouth.
Este hecho, tan complejo y tan frío, puede despertar en nuestras reflexiones de educadores alguna admiración por la conducta de los hombres envueltos en él.
El arrojo de los que sienten que sus vidas deben servir para abrir caminos de ayuda y altruismo. La veneración por los valores que los que nos han precedido han sembrado como semilla de generosidad y valentía. El agradecimiento hacia quienes han aportado algo o mucho a nuestro crecimiento como miembros de una familia, una sociedad, una nación. La resolución (recordemos el nombre de nuestro barco, RESOLUTE, Resuelto) en nuestros proyectos y actuaciones. Y, sobre todo, la honradez en la conducta, la generosidad en nuestras relaciones, la fidelidad y reconocimiento al pasado que nos permite vivir hoy nuestro presente.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Navidad.

Aunque vivió hace tres siglos, conoces, sin duda, al pintor vizcaíno Patricio Ugarrize. El prior del monasterio cuyo retablo le habían encargado remozar a Patricio revisó la nota que este le entregaba con los honorarios al final de su largo y cuidadoso trabajo: 158 reales de vellón. Y no estaba de acuerdo el no menos cuidadoso prior porque le parecían muchos reales. Y así se lo hizo saber al artista pidiéndole detalle de lo hecho.  Y el artista volvió a repasar su intervención anotando cada uno de los arreglos y el precio de su trabajo.
Helos aquí: Por corregir, retocar y barnisar los Diez mandamientos, 26. Por afeitar a Pilatos y echar un galón nuevo en la gorra, 8. Por arreglarle cola al gallo de la Pasión y ponerle cresta, 4. Por arreglar los dedos al Buen Ladrón y sujetarlo en la cruz, 2. Por lavar la cara a la criada de Caifás, 12. Por ponerle los dientes a Herodes y atusarle la peluca, 6. Por limpiarle las orejas y el pelaje a la burra de Balaán, 8. Por aumentar el cabesa a Goliat y engordarle pantorrillas, 8. Por haser ventana nueva en Arca de Noé, 14. Por remendar camisa hijo pródigo, 6. Por echar una asa nueva en cubo del Samaritana, 2… más lo que importaron otros detalles hasta los 52 reales que faltan en la justificación total.  
Me ha venido al recuerdo este gracioso memorial económico al contemplar un año más con cuánta atención se prepara, se vive y se celebra la Navidad, el acontecimiento más asombroso en la historia de los hombres y el regalo más grandioso de Dios. Lo que importan, parece, son las luces, los adornos, los brillos, las juergas, los sombreros, las botellas, los disfraces, las sorpresas… Parece como si la niñez se apoderase de mentes que razonan bien en cualquier otra ocasión, de criterios equilibrados y maduros que aciertan en la gestión normal de la propia existencia y de la ajena, de posturas que parecerían ridículas y de las que se reirían los que no lo hacen de ordinario porque ahora las adoptan también.
Nuestra misión en la orientación de la vida de nuestros hijos, de nuestros jóvenes, de todos los que amamos, debe tener presente este desvío que resulta tan fácil y tan frecuente. El equilibrio al aceptar, la justa estima de las cosas sin dejarse dominar por ellas y la búsqueda de la verdad en medio de la hojarasca con la que algunos la ahogan, son fáciles de transmitir cuando nos ven optando con claridad, con decisión, con entusiasmo por lo que vale de verdad la pena.  

martes, 20 de diciembre de 2016

Grandote.

Acabo de leer, y aquí te los ofrezco, querido amigo, unos versos que llevan el título de La calabaza y la fresa, originales de Joaquín Mª González de la Llana. Van los versos, por comodidad mía, sin su acostumbrada y nativa forma de “en su lugar descanso”, pero no creo que en pelotón te den fatiga o desasosiego.

"Quejábase amargamente una oronda calabaza de que, al venderse en la plaza, no la apreciaba la gente con ser tan grande su traza. En cambio, con gran sorpresa y con enfado veía lo que ella no comprendía: que, siendo chica la fresa, por más precio se vendía. Y decía: “Es muy extraño que una cosa tan pequeña la gente en comprar se empeña; y a mí, con mayor tamaño, me desprecia y me desdeña”.
Dijo la fresa: “¿Te extraña que todo el mundo me elija? Es que a la gente no engaña lo grande; solo se fija si es sabrosa nuestra entraña. Tú eres grande, ¿quién lo duda?; mas, aunque eres tan panzuda, es tu entraña hueca y sosa; mientras que es dulce y carnosa la mía, con ser menuda”.

No es lo más grande mejor: hay hombre que en apariencia es grande y, a lo mejor, está vano en su interior y es insípida su ciencia.
Cuando un niño se coteja con su padre, y con su madre una niña, les vienen ganas de ser grandes. ¡Cuántos gestos hemos reído o… lamentado a propósito de esas ganas!
No tenemos, tal vez, en cuenta que el deseo de aparecer o gustar es natural e innato. Pero no debe nunca afianzarse como “criterio de su crecimiento”. Comentar (más que elogiar), celebrar (y no halagar), alegrarse (y no presumir) de pasos, cortos o largos, en la maduración de su personalidad pueden hacer, sin engreimientos, que se estimule el esfuerzo, se fomente la confianza en sí mismos, y el orgullo de parecerse a lo más noble del árbol en el que han crecido.

jueves, 15 de diciembre de 2016

La Huella.

Los historiadores aseguran que los primeros europeos que llegaron a Japón fueron los portugueses. Por aquel entonces Japón había logrado, con dificultad, la unidad política: en los comienzos del siglo XVI Tokugawa Leyasu daba a la nación una estabilidad que nunca había tenido.
Los portugueses llevaban el comercio, la novedad y la fe cristiana a la que se adhirieron en los cien años siguientes quinientos mil nativos. Tal vez, en el fondo, y por parte de algunos de ellos, se unieron en esa conversión el atractivo de su doctrina y costumbres, algunas ventajas políticas y económicas, la novedad y la facilidad para una mejor relación diplomática. Por ejemplo, se dice que el Daymio Nobunaga Onamura de Nagasaki pudo buscar alguna de esas ventajas. Y Kyoto, la ciudad imperial aquellos años, vio florecer en su seno la fe cristiana.
Pero los “bárbaros del sur” con su cristianismo empezaron a verse como una amenaza. Se decidió la pena de muerte excepto para los holandeses y los chinos: fue el Periodo Edo. Y en 1597 murieron crucificados nueve misioneros católicos y diecisiete conversos japoneses. Y comenzó una etapa de aislacionismo que duró mucho tiempo.
Pero la semilla había quedado en dos formas: la fe cristiana practicada en secreto y la entrada de muchas palabras portuguesas. Todos conocen el fervor actual de los católicos japoneses, pero tal vez menos esas palabras que quedaron en el lenguaje popular, por ejemplo y así hasta unas cuarenta según los entendidos: bateren (padre), biidoro (vidrio), furasuko (frasco),  chokki (jaqueta), kapitan (capitâo), kappa (capa), karumera (caramelo), pan (pâo), sabato (sábado), tempura (témporas)…
¡Cuánta semilla, buena muchas veces (pero también alguna mala) dejamos por la vida! Un gesto, a veces, una palabra, una actitud, una reacción, un estilo de vida, una virtud, un desorden, un afecto, un rechazo, una convicción… son muchas veces una herencia inevitable porque va con los que tienen culpa de todo, los genes, según dicen; pero en muchos otros casos, de un modo consciente o involuntario, de la inadvertencia de que vivimos sembrando, sembrando, sembrando…

sábado, 10 de diciembre de 2016

Rezar? La serena convicción de no estar solos.

Recordamos con aprensión y afecto que hace tres años Michael Schumacher sufrió un accidente mientras esquiaba en los Alpes franceses. Es un gran piloto de la llamada Fórmula 1. Y ahora lo es de nuevo en una carrera de recuperación paciente, lenta y afortunadamente progresiva después de algunos meses en Grenoble hasta que, fuera del coma, pudo continuar su difícíl convalecencia en su casa suiza.
Pienso que se dan al menos tres circunstancias en este proceso de recuperación que pueden servirnos de ayuda para madurar en nuestra visión de la vida, del dolor y de la esperanza.
La primera es la reserva. Estamos tan acostumbrados a comprar y comer noticias que no sabemos estar tranquilos mientras no nos dan cuenta de los pelos y señales de los hechos que nos han conmovido en lo más hondo de nuestra sensibilidad. Tenemos tal ansia por saber, por hurgar en la historia de las personas y las naciones, que la hemos convertido en un derecho. Da pena vivir al lado de personas que se alimentan del cotilleo, de lo morboso, de lo más entrañable de los otros, que suele ser el dolor hasta no poder dormir tranquilos. Aunque nos traigan al pairo el que sufre y su sufrimiento. “¡Derecho a saber!, ¡Derecho a conocer!”.
El vuelco sobre el que sufre no es siempre en nuestras vidas un signo de amor. Hasta creemos estar amando cuando programamos lo que debería suceder en vez de esperar a que suceda lo que de verdad sucederá. Decimos tranquilamente: “Es mejor que acabe de sufrir”. Ni sabemos si sufre, ni sabemos si su sufrimiento es el camino de que cese, ni somos capaces de intuir qué efecto, positivo o adverso, puede producir el dolor que observamos. En el fondo, al menos alguna vez, es que nos deje de esa vez en paz.
Ross Brawn, cercano a los acontecimientos de la Fórmula 1, pero sobre todo a los seres humanos que la alientan, decía hace unos días sobre el estado de Michael: «Hay signos alentadores y todos estamos rezando cada día para ver más». ¡La oración! Que no es, como algunos pensamos, la fórmula para que nos den, para que el demandado, cansado, quede en paz. La oración es esa serena convicción de que no estamos solos, de que nuestra vida no es un juego de fichas o de saltos de obstáculos. La oración debe ser, pienso, la seguridad que da saberse mecido, sano o quebrado, en los brazos de un Padre que no puede dejar de querernos porque no puede, por muy hijos que nos sintamos, dejar de ser Padre.  

lunes, 5 de diciembre de 2016

Un caballo.

Tomo de las crónicas contemporáneas este bello relato. Ludovico el Moro encargó en 1482 a Leonardo da Vinci que hiciese “la estatua ecuestre más grande del mundo” como homenaje a su padre Francisco Sforza. Leonardo se dedicó a estudiar a los caballos y a trazar bocetos. Al principio pensó que quedaría muy bien figurándolo en actitud de lanzarse contra el enemigo: pero exigía demasiado por sus dimensiones. Lo modeló, 1491, en barro de siete metros de alto. Cuando se decidió a fundirlo en bronce, no se encontraron las cien toneladas que hacían falta. Se habían convertido en cañones para oponerse a la invasión de Luis XII de Francia. Pero los franceses entraron en Milán y tomaron al enorme caballo de barro como blanco de sus disparos. Leonardo empezó en 1506 una nueva estatua ecuestre para la tumba del caudillo Giacomo Tribulzio, pero tampoco se pudo realizar aquel proyecto y quedó dormido.  Quinientos años más tarde, en 1977, un piloto americano apasionado por el arte, Charles Dent, se entusiasmó con la vieja idea, reunió dos millones y medio de dólares a lo largo de 15 años, pero murió sin verlo logrado. Y, por fin, en 1999, la escultora  Nina Akamu lo realizó y regaló a Milán, para la entrada al hipódromo de la ciudad, como homenaje al gran genio de Leonardo.
Pienso que de estos hechos se pueden extraer algunas reflexiones (¡y, ojalá, también propósitos!) útiles en nuestra vocación de labrar obras de arte humanas. Sin duda tu visión será mucho más valiente y alta que la mía. Nada puede hacer morir el proyecto del ideal que tenemos cuando nos toca modelar un hombre nuevo. Ni el esfuerzo, ni el tiempo que le dedicamos, ni la falsa falta de medios, ni el aparentemente sabio apagafuegos de nuestras ilusiones desplumadas. Ni la persistente cantilena que  amenaza con convencernos de que en este mundo decadente no vale la pena luchar contra un mar incontenible de desidia, conformismo, “ya lo harán otros”, “allá si quieren estrellarse”, “yo ya hago bastante”, “que no me pidan imposibles”, “pero tú ¿en qué mundo vives?”…
Sabemos bien que cohonestar inteligentemente el abandono que practicamos es el modo más útil para dejar que las cosas rueden cuesta abajo. “¡Y allí me las den todas!”.