Pedro Bloch, nacido, como sabes, en
1914 en Jitomir del Imperio Ruso (ahora Ucrania), médico, periodista,
compositor, escritor, afincado en Brasil, donde murió en 2004, refería en uno
de sus libros su encuentro con un muchachito singular al que le preguntó: “-¿Rezas
a Dios? –Sí, todas las noches. -¿Y qué le pides? –Nada. Le pregunto si puedo
ayudarle en algo”.
Y Bloch lo consignaba para lección, no
siempre aprendida, de nuestra vida.
Aquel niño no había leído, sin duda,
el capítulo segundo del libro del Génesis, es decir, de la Creación: "Tomó Yahveh Dios al hombre y lo puso en el
jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase".
Pero su respuesta era
la de quien sabiamente sabe cuál es el destino del hombre sobre la Tierra:
labrarla y cuidarla, es decir, ayudar a Dios en algo. Y aquel niño le pedía a
Dios que le dijese cuál era su tarea para el día siguiente.
Nos pasamos la vida
rezando (o sin rezar porque nos parece que no sabemos, que no hace falta, que
para qué) y pidiendo, porque creemos que Dios, “que todo lo puede”, puede
darnos lo que nosotros deberíamos cultivar y cuidar en esta vida en la que nos
ha dejado como actores.
Nos quejamos de lo
que no nos dan, olvidando la sabiduría del que dijo que “es mejor dar que
recibir”. Nos quejamos de que el campo no está bien cultivado, mientras que
mantenemos muchos surcos del nuestro en barbecho. Nos ejercitamos en el noble
arte de discernir, comentar, criticar… y hasta herir. Pero rechazamos que otros
nos digan que somos unos vagos, descuidados e irresponsables.
Nuestro papel de
educadores lleva consigo la lección, a nosotros mismos y a los destinatarios de
nuestra noble misión, la convicción de que somos dependientes, pero sin
descuidar la de que hay mucho campo que depende de nosotros y queda a la
espera.