Habrás leído hace pocas semanas que un avión que volaba de Perth
(Australia) a Kuala Lumpur (Malasia) tuvo que revolar lo volado y volver al
aeropuerto de origen dos horas después de haber despegado. Saya Mae, una de las
pasajeras, grabó y divulgó lo que ocasionó aquel rápido regreso: el avión, poco
después del despegue y de un fuerte “bramido”, empezó a vibrar aparatosamente.
La seguridad en aviación es admirablemente casi total. De los más de 102.500
vuelos diarios y la presencia en el aire en un momento dado de más de 11.000 aviones, los que vuelan lo hacen respondiendo lealmente a lo que los pasajeros
esperan de ellos.
Pero aquel 26 de junio para el avión de AirAsia las cosas se atravesaron. Y
el capitán, un hombre, sin duda, bien construido, habló pidiendo tres cosas:
colaboración, permanecer bien sujetos a
los asientos y rezar.
En un vuelo, como en el resto de su vida, hay quien se siente en las manos
de Dios e ilumina de un modo especial su contacto interior con Él. Otros, menos
acostumbrados a mirar “más allá” de su propia medida, lo evocan también y lo
invocan con confianza para que no pase nada o por lo que pueda pasar. Otros se
preguntan qué puede hacer Dios si el avión despegó, programado por un pequeño
descuido de alguno de sus cuidadores, como un airoso y plural ataúd. También
hay quien vive de un modo más simple su vida y no se ocupa de nada que no sea
tangible y se pueda tocar y contar.
Y, sin embargo, la oración (que no es, evidentemente, rezar o solo rezar)
es el modo de existir de los que, inteligentemente, descubren en su vida la
amorosa presencia de un Ser cercano, sensible, fuente del único verdadero Amor
al que Jesús de Nazaret, el Hijo, definió como el Padre de todos.
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