«Cumplo
83 años el 6 de enero próximo pero, mira por dónde, todos esos años no los
siento en absoluto. Además me siento extraño en una patria que había dejado 61
años antes, patria que ahora me cuesta reconocer.
He pedido a mis superiores de Roma, y me lo han concedido, poder volver a las
Islas Filipinas, donde había dejado más de 22 años de trabajo misionero. Aquí en
Italia me muero de nostalgia y de pereza».
Y
en esa espera, la tarde del pasado 28 de diciembre murió en Perosa Argentina
(Italia) donde había nacido, el misionero salesiano Pietro
Zago.
Desde
1969 había desplegado su simpatía, su afecto, su entrega como entusiasta
misionero en la India, Filipinas, Papúa Nueva
Guinea y, desde 2001, en Pakistán, en Quetta (aquel Beluchistán que estudiamos de
niños en nuestras geografías, próximo a las fronteras con Afganistán).
Su
precioso servicio era apreciado en países donde el cristianismo y sus formas de
convivir parecen al menos extrañas. Se volcó en acoger, ayudar, proveer a cristianos
y no cristianos. Especialmente a las víctimas del terremoto de 2005 y de las
inundaciones de 2010. En Filipinas había construido escuelas y albergues y ese
recuerdo le llevaba a revivirlo con su vuelta a aquellas islas.
Viene
a estas páginas el querido y gran salesiano Don Pedro, no solo porque el que
escribe estuvo ligado a él por la estima y otros lazos sino, sobre todo, porque
su vida estuvo entregada plenamente al sueño interminable de Don Bosco, que nos
da las Buenas Noches, sobre las Misiones.