Publio Terencio Africano vivió solo treinta y cinco
años: murió en el 159 aC, mucho antes del Imperio, según nos cuenta Suetonio.
Nació esclavo, pero su amo, Terencio Lucano, le dio su nombre y la libertad al constatar
la grandeza de su mente y su criterio. Escribió seis obras de ambiente griego
que se conservan, dado su estilo de carácter ejemplar y educativo y el agrado
que su lectura produjo durante la Edad Media y el Renacimiento (Andria, El eunuco, El autoflagelado
– nada menos que Heautontimorúmenos, Adelfos, La suegra y Formión) por su estilo inteligente, espontáneo y agradable.
A este Terencio se le deben
“sentencias”, tomadas de sus obras, que manifiestan la sensatez de su
pensamiento y que hoy nos hacen tanta falta como a los que le leyeron hace dos
mil años. Vamos con una.
La
condescendencia crea amigos y la verdad, odios.
Condescender
no es solo ceder. Es ceder bajando. Prescindir del propio
criterio, del posible sentido que se tiene del deber y la justicia, de la
decisión de mantener en pie de todos modos la convicción que seguramente
creíamos que era peculiar de nuestra identidad personal, poseedora y defensora
de la verdad. Todos sabemos, como lo sabía Terencio, que tener enemigos es
malo, que suscitar odios es peligroso, que vale la pena fingir para no
traicionarnos antes que ganarnos enemigos de los que, si lo son, no sabemos qué
podemos recibir.
Porque lo que en un primer momento
obtenemos, la paz, es un espejismo. Porque “dejarnos en paz” el que acosa no le
hace cambiar; nos hace cambiar a nosotros y nos obliga a tratarle en adelante
con la avergonzada careta del fingimiento, de la mentira ante su amenaza de amistad
que nos da miedo.
Amenazar con esa paz es un procedimiento frecuente en una sociedad que crece
inmadura, infantil, cobarde y que alimenta la imposición del egoísmo, el
capricho, el insensato “la razón la tengo yo”, que da sombra a nuestras
vidas.
¿Lo tenemos en cuenta en nuestra tarea
de modeladores de personalidades?