Antes
de hablar del malvavisco, planta malvácea aparentemente vulgar, nos referimos a
su nombre griego que alternaba con el de altea,
que es médico, medicina, con propiedades
tan extensas como eficaces.
Cuida el malvavisco de la piel sanando quemaduras y heridas – dicen los que entienden - , alivia la inflamación de las vías respiratorias y los abscesos
dentales y algunos casos de amigdalitis y laringitis. Es un magnífico
tratamiento para el asma y la bronquitis, los trastornos de la vejiga y el
estreñimiento, hematomas, forúnculos, luxaciones y esguinces, picaduras de insectos, gastritis,
dolor de estómago, etc., etc., etc.
Pero esto no
es el puesto de venta del malvavisco de un curandero, sino una sugerencia útil
sobre un hecho del que sin duda has gozado alguna vez en tu vida social: la
presencia de un amigo, uno de tantos muchas veces, que estaba sin relieve
aparente, pero que sonreía, hablaba y se movía de modo que la vida del grupo
gozaba de un espacio de paz y felicidad fecunda que tal vez no se daba en otros
grupos ni tal vez en la propia familia.
Es un
privilegio nacer como uno de esos constructores de convivencia serena, casi
feliz. Pero puede ser una condición personal de tono y comportamiento que
podemos cultivar en nosotros, en nuestros educandos, en nuestros hijos. Ser
sólo individuo es acentuar el propio
yo, hacer saber con la actitud que con él no cuentas para todo lo que exija generosidad, entrega, ayuda, cercanía, acogida, luminosidad…
Debemos hacerles
pensar y sentir que una persona es una persona,
no un mero individuo. Es decir la fuente de un sonido – personare – grato en su forma y gratísimo en su intención, la fuente
de una palabra oportuna, un gesto de simpatía, una mirada de identificación, la
seguridad de que cuentas ya con él, de que puedes contar siempre con él.