Nos suena más “Paz en
la Tierra”. Pero es una ilusión que haya paz en la guerra y no lo es menos que
la haya en la tierra. Los soldados de la foto que aparecen celebrando la Misa
en 1915 son franceses. Qué contrasentido. Celebraban la Vida y se preparaban
para ahogarla. Lo hacían en una zona del Nordeste de su patria, llena de vida:
lagos, parques naturales (Reims, Orient, Ardenas…), arte, historia e
industria (Sedan, Châlons-en-Champagne,
Langres, Troyes…). Y de vides: ¡el
“champagne”. Y de vida. Pero en la guerra no hay nada de eso. Sobre todo no hay
vida. La guerra es una máquina infernal preparada para buscar vidas y segarlas.
La muerte es el cebo, el alimento de la guerra.
Es triste que haya
guerras. Pero es mucho más triste que vivamos, como a veces lo hacemos algunos,
dando guerra, haciendo guerra, mientras profesamos estar en posesión de la
verdad, tener razón. Confundimos nuestra verdad, que es fruto del egoísmo, con
el fruto que debería brotar necesariamente de la estima del otro. O del respeto
a que piense de otro modo, vea las cosas de otro color, tenga un gusto que no
es el nuestro. Hace casi veintidós siglos Tito Macio Plauto en su obra Asinaria hacía decir a uno de sus
personajes: "Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit”. En
español, más o menos: “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando no
sabe quién es el otro”. Y hace cuatro siglos Thomas Hobbes, inglés, lo
abreviaba (y agravaba) escribiendo: Homo
homini lupus.
La
polémica, la contradicción, el ataque, la exclusión, el exterminio es la
fórmula casi continua de nuestras conversaciones (¿conversaciones?) de modo que
no solo no respetamos lo que otro piensa, sino que ni siquiera respetamos al
otro.
Dos siglos después de
Plauto, en su XCV Carta a Lucilo
contradecía al comediógrafo paisano escribiendo: “Homo, sacra res homini”, es decir, nada menos que “El hombre es
algo sagrado para el hombre”.
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