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viernes, 14 de junio de 2019

Luy y Cielo, se nos ofrecen a todos.

Georges Benjamin Clemenceau tuvo una larga vida (1841-1919) en la que, sumido de lleno en la política (fue durante tres años primer ministro de la República Francesa), desplegó literatura y autoridad (le llamaban “El Tigre”) casi hasta su muerte.
Nos interesa en este lugar solo una anécdota como arranque de una reflexión sin duda oportuna.
Se cuenta que tenía su despacho de trabajo junto a una residencia de los Jesuitas en París (Lycée Saint-Louis de Gonzague) rue Benjamin Franklin seguramente. O en otro lugar. Da lo mismo.   
Y que las abundantes ramas de un venerable árbol de la residencia jesuita le quitaba la luz del día. Y como con la Iglesia no se hablaba, le pidió a un amigo que escribiese una carta al superior de los religiosos manifestando su problema. Y se taló el árbol.
En esta ocasión sí fue el mismo ilustre personaje el que escribió: «Querido Padre: No sé cómo daros las gracias por el favor que me habéis hecho. No os extrañéis de que os llame padre, porque me habéis dado luz…».
La respuesta del Jesuita fue esta: «Querido hijo: ¿Qué no hacer por el padre de la patria? El favor que os he hecho es bien poco (…). No os ofendáis si os llamo hijo porque se ha abierto el cielo…». 
La luz del cielo que se necesitaba y se pedía con tanto interés y el cielo para todos que se ofreció con absoluta generosidad son dos dones que se nos ofrecen a todos, que no siempre buscamos, que casi nunca apreciamos porque creemos que no nos hacen falta.
Pero para unos padres que dan luz y ofrecen cielo deben ser tesoros que no estén nunca ausentes de su propio corazón y del horizonte espiritual de los hijos.    
Pascua no es solo una gran Fiesta. Es para todos el remate de una vida luminosa que se abre con claridad de fe a los que inexorablemente tendrán al final de su camino el regalo del cielo. 

viernes, 26 de mayo de 2017

Roberta y Edgar: el descubrimiento.

Permíteme que refiera – porque tal vez alguno de los lectores no la conozca - la historia de Roberta David, norteamericana, y Édgar Sanfeliz-Botta, cubano. En lo más rutinario de sus vidas, hace pocos años, cuando ella se dirigía a pedir algo en un McDonald’s de Miami y él esperaba su turno para atender a los clientes, un oído sensible (el de ella) y una voz extraordinaria (la de Edgar), coincidieron en un hecho notable.
Roberta, de cierta edad y por ello retirada ya del coro en el que había cantado, descubrió en el sonriente joven que la atendía al que había oído cantar poco antes un pasaje de La bella durmiente del ballet de Chaikovski.
Édgar llevaba ya en Miami un año y se había resignado (o lo parecía) a olvidarse de su música clásica. Porque en su Cuba había destacado por su preciosa voz, ya desde adolescente, y cantado ante personas ilustres y hasta muy ilustres. Procedía de Santiago donde se había cultivado, soñando seriamente, en su futuro como artista.
Pero el encuentro con Roberta produjo el milagro de su ingreso en la Universidad Internacional de Florida, donde alguno de los responsables dijo, al conocer las dotes del joven: “Nos ha tocado la lotería musical”.
Del rincón en el ángulo oscuro…” sentía y sufría nuestro admirado Becquer y seguía sintiendo y llorando el silencio de tanta nota dormida en las cuerdas del arpa suspirando por la mano de nieve que sabe arrancarla.
¿Hemos pensado alguna vez en la torpeza de nuestro oído, en la indolencia de nuestra capacidad de discernimiento, en la insensibilidad ante valores que debieran golpear nuestra atención, en la suficiencia de nuestro saber, entender, intuir y decidir? Y, sin embargo, nuestro oficio no es solo el de acompañar, instruir y facilitar a nuestros formandos el “grado” que necesita para pasar al siguiente, sino bucear en su personalidad, descubrir y alentar en ella la grandeza de un ser superior que con nuestra ayuda pueda alcanzar lo más alto de que sea capaz.

sábado, 17 de mayo de 2014

San Patricio.



Lo pasó muy mal San Patricio, escocés de familia cristiana, cuando, siendo casi un niño, 16 años y de nombre Maewyn, y casi en la aurora del cristianismo en el siglo IV, fue vendido como esclavo por unos irlandeses. Pero el muchacho, que fue siempre paciente y aguerrido, pudo huir. En Francia, a donde logró llegar, se hizo monje. Y el gran San Germán (el de Auxerre, no el de París, que vino un poco más tarde) le ayudó a madurar su decisión de servir a los intereses de Dios. Completó después en Roma sus estudios y su formación como pastor bueno y allí recibió la ordenación sacerdotal. El Papa Celestino lo envió como obispo misionero a Irlanda, todavía no evangelizada. Y allí, cultivando la amistad humana y el amor cristiano con los jefes de tribu y con la gente sencilla en un lenguaje sencillo y convincente del corazón, fue labrando la nación como un baluarte de la fe.

Añado esta oración que se le atribuye. En este gozoso tiempo de Pascua que vivimos estos días, podemos vestirnos de blanco con los sentimientos, propósitos y deseos que vierte.  



            Que Cristo esté junto a mí - Cristo delante de mí -

            Que Cristo esté detrás de mí – Rey de mi corazón -

            Que Cristo esté dentro de mí – Que Cristo esté debajo de mí -

            Que Cristo esté por encima de mí – Que nunca se aparte.

            Cristo sobre mi mano derecha - Cristo sobre mi mano izquierda -

            Cristo alrededor de mí - Escudo en mi lucha-

            Cristo al dormirme - Cristo al sentarme-

            Cristo al despertarme – Luz de mi vida.      

            Que Cristo esté en todos los corazones – pensando en vosotros -

            Que Cristo esté en todas las lenguas – hablando de vosotros.

            Que Cristo sea la vista - en ojos que me miran -

            en oídos que me oyen – Que Cristo esté siempre.

martes, 22 de abril de 2014

Homilia del Papa Francisco en la Vigilia Pascual.




"El Evangelio de la resurrección de Jesucristo comienza con el ir de las mujeres hacia el sepulcro, temprano en la mañana del día después del sábado. Se dirigen a la tumba, para honrar el cuerpo del Señor, pero la encuentran abierta y vacía. Un ángel poderoso les dice: «Vosotras no temáis», y les manda llevar la noticia a los discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea». Las mujeres se marcharon a toda prisa y, durante el camino, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». No tengáis miedo, no temáis, no temáis. Es la voz que anima a abrir el corazón para recibir este anuncia porque después de la muerte del Maestro, los discípulos se habían dispersado; su fe se deshizo, todo parecía que había terminado, derrumbadas las certezas, muertas las esperanzas. Pero entonces, aquel anuncio de las mujeres, aunque increíble, se presentó como un rayo de luz en la oscuridad. La noticia se difundió: Jesús ha resucitado, como había dicho... Y también el mandato de ir a Galilea; las mujeres lo habían oído por dos veces, primero del ángel, después de Jesús mismo: «Que vayan a Galilea; allí me verán». No temáis e id a Galilea. Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó. Volver al lugar de la primera llamada. Volver allí, volver al lugar de la primera llamada. Jesús pasó por la orilla del lago, mientras los pescadores estaban arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo dejaron todo y lo siguieron.
Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la victoria. Sin miedo, no temáis. Releer todo: la predicación, los milagros, la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición; releer todo a partir del final, que es un nuevo comienzo, de este acto supremo de amor.
También para cada uno de nosotros hay una «Galilea» en el comienzo del camino con Jesús. «Ir a Galilea» tiene un significado bonito, significa para nosotros redescubrir nuestro bautismo como fuente viva, sacar energías nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y serena.
En la vida del cristiano, después del bautismo, hay otra Galilea, hay también una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y participar en su misión. En este sentido, volver a Galilea significa custodiar en el corazón la memoria viva de esta llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró con misericordia, me pidió de seguirlo; ir a Galilea significa recuperar la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en que me hizo sentir que me amaba.
Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cual es mi Galilea? Hacer memoria, ir atrás ¿Dónde está mi Galilea? ¿La recuerdo? ¿La he olvidado? Búscala y la encontrarás, allí te espera el Señor. He andado por caminos y senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime cual es mi Galilea; sabes, yo quiero volver allí para encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia. No tener miedo, no temer. Volved a Galilea.
El evangelio de Pascua es claro: es necesario volver allí, para ver a Jesús resucitado, y convertirse en testigos de su resurrección. No es un volver atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el fuego que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los extremos de la tierra.
«Galilea de los gentiles»: horizonte del Resucitado, horizonte de la Iglesia; deseo intenso de encuentro... ¡Pongámonos en camino!

sábado, 19 de abril de 2014

Cerezas.



Estamos en el Japón, en el parque nacional de Fuji-Hakone-Izu, de la provincia de Shizuoka. Y vemos al fondo el celebérrimo Monte Fuji coronado de nieve.  Pero hoy  no podemos quedarnos embebidos en la blancura perfecta del Monte. No por el frío que podríamos llegar a sentir, sino  porque tenemos delante parte de los cerezos en flor del parque que nos acoge.

Los japoneses tienen un verbo “de estación”, que solo usan en esta del gozoso florecimiento de los cerezos: Hanami, que significa “admirar las flores”. Pero no vale para las rosas o las lilas. Es un verbo propio de los cerezos, porque las flores por antonomasia son para ellos las del cerezo. El punto más alto de la floración de las sakura, las flores del cerezo, dura pocos días.  Y  los japoneses lo esperan para hacer un ejercicio de admiración, asombro, esperanza y luminosidad interior. Y desde comienzos de marzo se dan a conocer las previsiones de la floración, que varía de región a  región.

Es verdad que en España tenemos lugares como El Piorno, El Jerte, El Frasno, Corullón, Etxauri, Gallinera, La Bureba como escenarios de esa explosión de Primavera… Y que se organizan viajes familiares y colectivos para gozarse con la generosa pincelada de blanco que cubre a los afortunados cerezos de esos privilegiados lugares. Pero tal vez falta en nuestras vidas la actitud de pasmo ante la belleza de un fenómeno tan sugestivo como es la resurrección de la Naturaleza con esas vestiduras de gala.

Esta reflexión debemos pasarla a nuestra vida de creyentes cristianos. La Pascua no es solo una fecha en el calendario, ni solo la celebración de un hecho gozoso del pasado: la Resurrección de la Vida de Cristo entregada por amor. Es la realidad presente de ese hecho. Dios no tiene calendario. Porque para Él todo es presente. Y la Pascua cristiana, la Resurrección del Verbo de Dios, de su Cristo, es un acontecimiento que, lo sepamos o no, lo queramos o no, lo sintamos o no, invade nuestras vidas. También nosotros somos herederos de la Resurrección. No sólo de la que se operará en nosotros un día. Sino de la de Cristo, que ya ha venido a habitar, vivificado, en cada uno de nosotros.

martes, 26 de abril de 2011

El estallido


Sobre lo que no se puede demostrar gran cosa ha habido siempre grandes ideas, hipótesis y teorías. Parece, como todos los lectores saben, que fue el astrofísico inglés Fred Hoyle (que defendía la idea de que el universo está como estaba y estará siempre como está y estuvo siempre) el que dio nombre en 1949 a la teoría de que el universo está en continua y violenta expansión. Pero lo hizo para reírse de ello y utilizó la expresión Big Bang (Gran Explosión) como mote del nacimiento de toda la materia existente. George Gamow había expresado el año anterior su intuición de que llegarían a descubrirse indicios o evidencias de ese fenómeno. Y hoy se utiliza habitualmente la expresión de Hoyle como la que mejor lo describe. Aunque si no había nada antes de la explosión, difícilmente podía explotar algo.
Los cristianos fundamos nuestra conducta en un hecho que nos lleva a una consideración paralela. Jesús dijo que para que un grano de trigo pueda convertirse en  vida tiene antes que entregar la propia, hundirse en la tierra y morir. Es decir, sólo el que ama es capaz de dar su vida. El que ama de verdad. Él mismo afirmó que no hay mayor amor que el del que da la vida por el que ama. Nos repugna morir. Basta analizar nuestras consultas al médico, nuestras quejas porque no nos atienden ni tan rápida ni tan eficazmente como necesitamos. Basta ver nuestras farmacias domésticas, nuestros sanos ejercicios en los gimnasios y en las pistas donde se intenta aniquilar al colesterol. ¡Y cómo vamos a dar la vida a otros, ni aun a cuentagotas, si tanto la necesitamos, si tanto la queremos, si tanto nos mimamos! 
En estos días del año repasamos una página de nuestra historia en la que se relata el drama de unas lámparas apagadas porque habían asesinado al que las mantenía enardecidas; y el terror, la incredulidad, el pasmo, la alegría, una nueva chispa en aquel fuego asfixiado al ver de nuevo al autor de sus vidas vivo y convertido en un volcán de amor.
La resurrección de Jesús fue el estallido de amor que hizo por fin posible su deseo: que la tierra se llenase del fuego que Él había venido a traer. El grano caído era ya la gran cosecha prometida. Es verdad que con su muerte y su exaltación no se habían acabado los perseguidores, los fabricantes de hielo, de odio, de egoísmo. Él está aquí buscándolos para amarlos y así desarmarlos y hacer de ellos sembradores de dignidad. En aquel estallido había brotado una floración de vidas entregadas, de candidatos a la muerte de amor que lleva a expandirse sin miedo a la violencia.
Veinte siglos han visto desfilar imperios, guerras y  revoluciones. Todo ese mal se ha desvanecido. Y el amor ha seguido muriendo y construyendo otro reino en el que la cosecha del odio no tiene acogida.