Sobre lo que no se puede demostrar gran cosa ha habido siempre grandes ideas, hipótesis y teorías. Parece, como todos los lectores saben, que fue el astrofísico inglés Fred Hoyle (que defendía la idea de que el universo está como estaba y estará siempre como está y estuvo siempre) el que dio nombre en 1949 a la teoría de que el universo está en continua y violenta expansión. Pero lo hizo para reírse de ello y utilizó la expresión Big Bang (Gran Explosión) como mote del nacimiento de toda la materia existente. George Gamow había expresado el año anterior su intuición de que llegarían a descubrirse indicios o evidencias de ese fenómeno. Y hoy se utiliza habitualmente la expresión de Hoyle como la que mejor lo describe. Aunque si no había nada antes de la explosión, difícilmente podía explotar algo.
Los cristianos fundamos nuestra conducta en un hecho que nos lleva a una consideración paralela. Jesús dijo que para que un grano de trigo pueda convertirse en vida tiene antes que entregar la propia, hundirse en la tierra y morir. Es decir, sólo el que ama es capaz de dar su vida. El que ama de verdad. Él mismo afirmó que no hay mayor amor que el del que da la vida por el que ama. Nos repugna morir. Basta analizar nuestras consultas al médico, nuestras quejas porque no nos atienden ni tan rápida ni tan eficazmente como necesitamos. Basta ver nuestras farmacias domésticas, nuestros sanos ejercicios en los gimnasios y en las pistas donde se intenta aniquilar al colesterol. ¡Y cómo vamos a dar la vida a otros, ni aun a cuentagotas, si tanto la necesitamos, si tanto la queremos, si tanto nos mimamos!
En estos días del año repasamos una página de nuestra historia en la que se relata el drama de unas lámparas apagadas porque habían asesinado al que las mantenía enardecidas; y el terror, la incredulidad, el pasmo, la alegría, una nueva chispa en aquel fuego asfixiado al ver de nuevo al autor de sus vidas vivo y convertido en un volcán de amor.
La resurrección de Jesús fue el estallido de amor que hizo por fin posible su deseo: que la tierra se llenase del fuego que Él había venido a traer. El grano caído era ya la gran cosecha prometida. Es verdad que con su muerte y su exaltación no se habían acabado los perseguidores, los fabricantes de hielo, de odio, de egoísmo. Él está aquí buscándolos para amarlos y así desarmarlos y hacer de ellos sembradores de dignidad. En aquel estallido había brotado una floración de vidas entregadas, de candidatos a la muerte de amor que lleva a expandirse sin miedo a la violencia.
Veinte siglos han visto desfilar imperios, guerras y revoluciones. Todo ese mal se ha desvanecido. Y el amor ha seguido muriendo y construyendo otro reino en el que la cosecha del odio no tiene acogida.
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