Hay quien quiere presumir de jardín, pero se olvida de mimar las plantas. Y, claro…
Se me desperezan en el recuerdo tres películas. Juntas, o seguidas, pueden servirnos de gran lección. Pero hasta que las veáis, leed, por favor, esta breve referencia y seguid después ensanchando y enriqueciendo mi pobre reflexión.
Totó es el protagonista de Milagro en Milán (Vittorio de Sica, Cesare Zavattini 1951). Sale Totó a los veinte años de un orfanato y une su suerte a la de los desheredados que malviven en las afueras de la ciudad. Allí siembra alegría, optimismo, ayuda, se acerca a los más hundidos y riega todo con el precioso regalo de su amor. Cuando los echan los propietarios de los terrenos donde tienen su chabolas, se van al centro de Milán y, montados en escobas, vuelan hacia “el país donde decir buenos días significa decir buenos días”.
Werner Herzog dirigió El enigma de Kaspar Hauser (1974), muchacho de origen misterioso, que vivió, desde su infancia, encadenado, solo y relegado en un antro. Cuando lo dejaron libre a los 16 años, almas buenas lo recogieron y hasta su muerte, cinco años más tarde, manifestó una despierta inteligencia y aprendió a hablar, escribir, estudiar y vivir rodeado de afecto, aunque murió violenta y misteriosamente .
La historia, también real, de John Merrick, El hombre elefante (David Lynch 1980), nos cuenta que nació con enormes deformaciones en su cuerpo, lo usaron como espectáculo de feria hasta ser recogido y amado hasta su muerte en un hospital de Londres.
Sin duda ha bastado este apunte (que sería bueno ampliar viendo y sintiendo esas cintas) para avivar en el fondo de todos nuestros deberes más acuciantes nuestro deber de padres, educadores, conciudadanos que tan fácil y cómodamente dejamos oxidar. Se es padre (generalmente) por amor: se debe ser padre con amor. Los hijos nacen por amor: deben crecer, por encima de todos los demás recursos, gracias al amor. Lo más ordinario es que los hijos nazcan inteligentes, sanos, guapos y buenos. Y nos hace estar desvelados que estén enfermos, que no coman, que no crezcan con los percentiles exactos que corresponden a su edad. Presumimos de ellos y de ellas cuando los sacamos en su cochecito como a un príncipe en su trono y nos hace felices escuchar de ellos: “Es preciosa”, (mientras en nuestro interior sentimos: “No hay nadie tan guapa como ella”). Los “mandamos” a la escuela sin pensar que la inteligencia se hace esencialmente en casa; que la escuela los nutre, si acaso, de conocimientos y nos los hace “eruditos”; que la masa (pequeña o grande) de la escuela no es la máquina adecuada para que la mente adquiera la convicción de que su persona es parte vital de una unidad sagrada, la familia; que la conciencia (¡que la tienen los niños!) se modele con convicciones que deben ser el mejor patrimonio de la familia; que en la escuela no se afinan los sentimientos como sucede (o debe suceder) en el hogar donde viven unos para otros, cultivan la acogida, el aprecio, la mismidad, la solidaridad, el perdón, el cariño.
Vivamos de modo que la buena semilla que hemos lanzado a la tierra reciba de verdad y con absoluta entrega ese riego fecundo de la educación.
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