Ulises, hecho el sacrificio, invoca a Tiresias
En la enmarañada mitología griega que heredaron, corrigieron y aumentaron los romanos, sobresalen, entre todos los adivinos, Tiresias y Calcas. A los dos se les puede dar diploma de honor. Los demás, a lo más, quedaron con un honorable accesit. Aunque Mopso, nieto de Tiresias, hizo que Calcas, experto en ver el futuro en la guerra de Troya, muriese de dolor al tener que aceptar su superioridad.
Tiresias lo pasó muy mal a pesar (o debido precisamente a ello) de su prestigio como vidente. Atenea lo convirtió en mujer cuando era joven. Pero, arrepentida, le devolvió a su ser primero siete años más tarde. Y lo dejó ciego por su curiosidad de verla en el baño. A Tiresias recurrió el trágico Edipo para conocer su oscuro origen y el porqué de su torcida conducta. Tiresias aconsejó al joven Odiseo en el Hades sobre el regreso a su adorada isla de Ítaca.
Y a Tiresias recurren los conocedores del genoma por lo de Edipo: ¡complejo de Tiresias!; y los psiquiatras por la condición del ciego que no ve el presente mientras adivina el futuro. Es decir, la situación de los que ven lo que no ven los demás porque son ciegos o, de otro modo y más exactamente, los que se ciegan ante otras cosas cuando tienen clara su visión sobre una concreta. ¡El complejo de Tiresias!
Algo parecido nos sucede a todos con frecuencia cuando defendemos con tanta pasión nuestra verdad. Hasta el punto de matar o matarnos. Nos cegamos para cualquier otra “verdad” que no sea la nuestra. Se trata de un conflicto entre “yos”. O del ejercicio (parece ser que necesario o al menos higiénico) de llevar la contraria.
¿A qué se debe? Las razones pueden ser muchas y sería bueno ver todas. Pero nuestra “verdad” llega a poco, si es que es verdad de verdad y si es verdad que llega. Contentémonos con ello. Quien es capaz de poseer la verdad puede ampliar este comentario.
Defendemos hasta la muerte (mejor la del oponente) nuestra verdad, porque nos creemos más que él. O porque creemos que sólo nosotros tenemos derecho a pensar, a opinar, a expresarnos. O porque nos produce tanto placer vivir chinchando, que no somos capaces de renunciar a él. O porque vivimos tratando de acomodar el mundo a nuestro gusto, de moldearlo según nuestro criterio, de colorearlo de acuerdo con nuestro daltonismo. O porque no sabemos hacer otra cosa. O porque estamos insatisfechos de la vida y de la historia y de todo y no podemos aceptar que haya algo que esté bien. O porque destruir nos gusta tanto, que apenas aparece algo o alguien en quien asestar nuestra maza, nos entregamos con placer a no dejar títere con cabeza. O porque nos sabe a derrota dar el visto bueno a lo que no hemos pensado o dicho o hecho nosotros. O porque somos idiotas. En el buen sentido de la palabra. O en el malo.
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