Recordamos
con aprensión y afecto que hace tres años Michael Schumacher sufrió un
accidente mientras esquiaba en los Alpes franceses. Es un gran piloto de la
llamada Fórmula 1. Y ahora lo es de
nuevo en una carrera de recuperación paciente, lenta y afortunadamente
progresiva después de algunos meses en Grenoble hasta que, fuera del coma, pudo
continuar su difícíl convalecencia en su casa suiza.
Pienso
que se dan al menos tres circunstancias en este proceso de recuperación que
pueden servirnos de ayuda para madurar en nuestra visión de la vida, del dolor
y de la esperanza.
La
primera es la reserva. Estamos tan acostumbrados a comprar y comer noticias que
no sabemos estar tranquilos mientras no nos dan cuenta de los pelos y señales
de los hechos que nos han conmovido en lo más hondo de nuestra sensibilidad.
Tenemos tal ansia por saber, por hurgar en la historia de las personas y las
naciones, que la hemos convertido en un derecho. Da pena vivir al lado de
personas que se alimentan del cotilleo, de lo morboso, de lo más entrañable de
los otros, que suele ser el dolor hasta no poder dormir tranquilos. Aunque nos
traigan al pairo el que sufre y su sufrimiento. “¡Derecho a saber!, ¡Derecho a
conocer!”.
El
vuelco sobre el que sufre no es siempre en nuestras vidas un signo de amor.
Hasta creemos estar amando cuando programamos lo que debería suceder en vez de
esperar a que suceda lo que de verdad sucederá. Decimos tranquilamente: “Es
mejor que acabe de sufrir”. Ni sabemos si sufre, ni sabemos si su sufrimiento
es el camino de que cese, ni somos capaces de intuir qué efecto, positivo o
adverso, puede producir el dolor que observamos. En el fondo, al menos alguna
vez, es que nos deje de esa vez en paz.
Ross Brawn, cercano a los acontecimientos de la Fórmula 1, pero sobre todo a los seres humanos que la alientan, decía hace unos días sobre el estado de Michael: «Hay signos alentadores y todos estamos rezando cada día para ver más». ¡La oración! Que no es, como algunos pensamos, la fórmula para que nos den, para que el demandado, cansado, quede en paz. La oración es esa serena convicción de que no estamos solos, de que nuestra vida no es un juego de fichas o de saltos de obstáculos. La oración debe ser, pienso, la seguridad que da saberse mecido, sano o quebrado, en los brazos de un Padre que no puede dejar de querernos porque no puede, por muy hijos que nos sintamos, dejar de ser Padre.
Ross Brawn, cercano a los acontecimientos de la Fórmula 1, pero sobre todo a los seres humanos que la alientan, decía hace unos días sobre el estado de Michael: «Hay signos alentadores y todos estamos rezando cada día para ver más». ¡La oración! Que no es, como algunos pensamos, la fórmula para que nos den, para que el demandado, cansado, quede en paz. La oración es esa serena convicción de que no estamos solos, de que nuestra vida no es un juego de fichas o de saltos de obstáculos. La oración debe ser, pienso, la seguridad que da saberse mecido, sano o quebrado, en los brazos de un Padre que no puede dejar de querernos porque no puede, por muy hijos que nos sintamos, dejar de ser Padre.
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