Tomo de las crónicas contemporáneas este bello
relato. Ludovico el Moro encargó en 1482 a Leonardo da Vinci que hiciese “la
estatua ecuestre más grande del mundo” como homenaje a su padre Francisco
Sforza. Leonardo se dedicó a estudiar a los caballos y a trazar bocetos. Al
principio pensó que quedaría muy bien figurándolo en actitud de lanzarse contra
el enemigo: pero exigía demasiado por sus dimensiones. Lo modeló, 1491, en
barro de siete metros de alto. Cuando se decidió a fundirlo en bronce, no se
encontraron las cien toneladas que hacían falta. Se habían convertido en
cañones para oponerse a la invasión de Luis XII de Francia. Pero los franceses
entraron en Milán y tomaron al enorme caballo de barro como blanco de sus
disparos. Leonardo empezó en 1506 una nueva estatua ecuestre para la tumba del
caudillo Giacomo Tribulzio, pero tampoco se pudo realizar aquel proyecto y
quedó dormido. Quinientos años más tarde, en
1977, un piloto americano apasionado por el arte, Charles Dent, se entusiasmó
con la vieja idea, reunió dos millones y medio de dólares a lo largo de 15 años,
pero murió sin verlo logrado. Y, por fin, en 1999, la escultora Nina Akamu lo realizó y regaló a Milán, para
la entrada al hipódromo de la ciudad, como homenaje al gran genio de Leonardo.
Pienso que de estos hechos se pueden extraer
algunas reflexiones (¡y, ojalá, también propósitos!) útiles en nuestra vocación
de labrar obras de arte humanas. Sin duda tu visión será mucho más valiente y
alta que la mía. Nada puede hacer morir el proyecto del ideal que tenemos
cuando nos toca modelar un hombre nuevo. Ni el esfuerzo, ni el tiempo que le
dedicamos, ni la falsa falta de medios, ni el aparentemente sabio apagafuegos
de nuestras ilusiones desplumadas. Ni la persistente cantilena que amenaza con convencernos de que en este mundo
decadente no vale la pena luchar contra un mar incontenible de desidia,
conformismo, “ya lo harán otros”, “allá si quieren estrellarse”, “yo ya hago
bastante”, “que no me pidan imposibles”, “pero tú ¿en qué mundo vives?”…
Sabemos bien que cohonestar inteligentemente el
abandono que practicamos es el modo más útil para dejar que las cosas rueden
cuesta abajo. “¡Y allí me las den todas!”.
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