Se sabe por las crónicas que
las columnas que llegaban a la Laguna de Venecia en septiembre de 1172, eran
tres. Las llevaba hasta aquella extraordinaria ciudad el capitán Jacopo Orseolo
Falier como regalo de la ciudad de Constantinopla al doge de Venecia, Sebastiano Ziani.
Los que visitan y admiran la
ciudad elevan la mirada y el alma para contemplar en lo más alto de las dos que
allí dominan el tiempo y el aire al León alado de San Marcos y al santo
guerrero San Teodoro de Amasea. Teodoro fue un militar en el siglo III, muy
estimado por haber matado a un peligroso dragón o cocodrilo, pero condenado a
muerte por haber destruido con el fuego el templo dedicado a la diosa Cibeles.
San Teodoro había sido
el primer patrón de Venecia. Pero los venecianos pensaron que un santo griego
no iba bien como patrón a una ciudad que debía más a San Marcos, discípulo de
San Pedro. Y cambiaron de patrón y le dedicaron al nuevo el año 828 la
magnífica basílica que preside la plaza de su nombre.
San Teodoro sigue en su
columna con el dragón a sus pies. El León de San Marcos comparte y defiende a Venecia desde la suya. ¿Y las
cincuenta toneladas de la tercera columna con la figura del doge tocado con su característico
birrete? En el fondo del mar, a unos 10 ó 12 metros de profundidad. No
acertaron en la aplicación de las leyes de la gravedad al desembarcarla. Ahora
estudian recuperarla, aunque no parece fácil después de sus 800 años de vida
submarina.
No creo que sea sacar
por los pelos una aplicación para nuestra condición de soñadores y formadores
de mujeres y hombres.
¿Ensayamos con seriedad nuestro papel de productor de valores para regalarlos a las familias que nos los confían y a la sociedad que nos los pide? ¿Estudiamos bien el equilibrio entre el peso de lo aparente y lo profundo? ¿Nos distrae el brillo exterior, la simpatía, la “consonancia” con nuestros gustos y planteamientos y descuidamos la mismidad de la persona, su capacidad de ir más allá de nuestros metros, por encima de la vulgar apariencia y atractiva?
¿Ensayamos con seriedad nuestro papel de productor de valores para regalarlos a las familias que nos los confían y a la sociedad que nos los pide? ¿Estudiamos bien el equilibrio entre el peso de lo aparente y lo profundo? ¿Nos distrae el brillo exterior, la simpatía, la “consonancia” con nuestros gustos y planteamientos y descuidamos la mismidad de la persona, su capacidad de ir más allá de nuestros metros, por encima de la vulgar apariencia y atractiva?