Como vives
mirando al cielo, habrás visto ya a OUMUAMUA,
nombre que, en hawaiano, quiere decir
enviado o mensajero, aunque al
principio se le conoció como 11/2017 U1. En el observatorio Pan-STARRS 1 de Hawai
creyeron el día del descubrimiento hace cuatro meses, el 19 de octubre pasado, que
era un vulgar asteroide del sistema solar. Pero advirtieron bien pronto que su
viaje iba hacia el espacio interestelar, mucho más allá de lo que pudiéramos
pensar.
Mide 400
metros de largo y diez veces menos de ancho, con forma apepinada, y colores que
varían del rojizo al azulado o “gris-nieve-sucia”, según la cara que muestre en
su giro caótico cada 7 horas y media; que viene de un viaje de miles de
millones de años y que se encamina de nuevo hacia el espacio infinito (es un
decir).
Los
científicos creen que Oumuamua
“impactó con otro asteroide antes de ser expulsado ferozmente de su sistema
hacia el espacio interestelar”.
Se me ha ocurrido, al leer lo que precede, comparar el hecho con el que
han sufrido alguno de los muchachos con los que me he encontrado en mi vida.
Frente a la violencia física sufrida por
el Oumuamua, la psicológica y moral que ha visto arrastrar a alguno de ellos y
que determinaba la trayectoria de su conducta, la actitud de sus reacciones y,
en el fondo, porque del fondo brotaba lo anterior, un dolor incurable.
Hay padres y educadores que califican, con un atrevimiento insensato, a
sus hijos o educandos, como raros, inaguantables, incorregibles. Y poco a poco
se afirman en la convicción de que la causa de todo está, no en su propia
intolerancia, sino en la torva condición de su víctima. La frecuente
hipersensibilidad en alguno de nuestros muchachos nos impide acercarnos a ella
y tratarla como una riqueza, no como una condición indeseable o incorregible.
Basta a veces una leve confesión de nuestros sinceros interés y afecto
hacia ellos para que descubramos la hondura de su pesar y la necesidad que
tienen de que los consideremos parte entrañable de nuestra vida.