Los historiadores
aseguran que los primeros europeos que llegaron a Japón
fueron los portugueses. Por aquel entonces
Japón había logrado, con dificultad, la unidad política: en los comienzos del
siglo XVI Tokugawa Leyasu daba a la nación una
estabilidad que nunca había tenido.
Los portugueses
llevaban el comercio, la novedad y la fe cristiana a la que se adhirieron en
los cien años siguientes quinientos mil nativos. Tal vez, en el fondo, y por
parte de algunos de ellos, se unieron en esa conversión el atractivo de su
doctrina y costumbres, algunas ventajas políticas y económicas, la novedad y la
facilidad para una mejor relación diplomática. Por ejemplo, se dice que el
Daymio Nobunaga Onamura de Nagasaki pudo buscar alguna de esas ventajas. Y
Kyoto, la ciudad imperial aquellos años, vio florecer en su seno la fe
cristiana.
Pero los “bárbaros del sur”
con su cristianismo empezaron a verse como una amenaza. Se decidió la pena de
muerte excepto para los holandeses y los chinos: fue el Periodo Edo. Y en
1597 murieron crucificados nueve misioneros católicos y diecisiete conversos
japoneses. Y comenzó una etapa de aislacionismo que duró mucho tiempo.
Pero la semilla había
quedado en dos formas: la fe cristiana practicada en secreto y la entrada de
muchas palabras portuguesas. Todos conocen el fervor actual de los católicos
japoneses, pero tal vez menos esas palabras que quedaron en el lenguaje popular,
por ejemplo y así hasta unas cuarenta según los entendidos: bateren (padre), biidoro (vidrio), furasuko
(frasco), chokki (jaqueta),
kapitan (capitâo), kappa (capa), karumera (caramelo), pan
(pâo), sabato (sábado), tempura (témporas)…
¡Cuánta semilla, buena muchas veces (pero también alguna mala) dejamos por la vida! Un gesto, a veces, una palabra, una actitud, una reacción, un estilo de vida, una virtud, un desorden, un afecto, un rechazo, una convicción… son muchas veces una herencia inevitable porque va con los que tienen culpa de todo, los genes, según dicen; pero en muchos otros casos, de un modo consciente o involuntario, de la inadvertencia de que vivimos sembrando, sembrando, sembrando…
¡Cuánta semilla, buena muchas veces (pero también alguna mala) dejamos por la vida! Un gesto, a veces, una palabra, una actitud, una reacción, un estilo de vida, una virtud, un desorden, un afecto, un rechazo, una convicción… son muchas veces una herencia inevitable porque va con los que tienen culpa de todo, los genes, según dicen; pero en muchos otros casos, de un modo consciente o involuntario, de la inadvertencia de que vivimos sembrando, sembrando, sembrando…