viernes, 24 de agosto de 2012

Informar.


Me permito tomar, por lo que tiene de aleccionadora, una página de El libro de los hechos insólitos de Gregorio Doval, escritor fecundo, profundo y divertido, lector e investigador versátil e incansable, periodista, guionista, director de televisión…
No sé si figura como de advertencia a los alumnos de primer curso de periodismo. Pero en todo caso nos sirve a los que solemos ejercer de portavoces de la novedad o a los que nos gusta ser los primeros en contar o los que aseguran que ellos son los que tienen la verdad de la verdad.
En un estudio sobre el mecanismo de creación de los rumores, el investigador Jean-Noël Kapferer relata un famoso caso extremo ocurrido en la prensa europea durante la Primera Guerra Mundial. Todo comenzó al informar el periódico alemán Kölnische Zeitung de la toma de la ciudad belga de Amberes por el ejército alemán, con el siguiente titular: «Las campanas sonaron con la noticia de la caída de Amberes», entendiéndose que se refería a las campanas alemanas. Pues bien, basándose en esta noticia, el diario francés Le Matin informó como sigue: «Según el Köilnische Zeitung, los párrocos de Amberes se vieron obligados a tocar sus campanas una vez que las defensas habían caído». El tumo tocó entonces al londinense The Times, que daba su versión: «Según Le Matin, que reproduce una noticia de Colonia, los sacerdotes belgas que se negaron a hacer volar sus campanas después de la caída de Amberes han sido depuestos de sus funciones». La noticia se va complicando cuando la hace pública el italiano Corriere de la Sera: «Según The Tímes, que cita noticias de Colonia comentadas en París, los desafortunados sacerdotes que se negaron a hacer sonar sus campanas han sido condenados a trabajos forzados». Pero la cuestión queda rematada cuando de nuevo Le Matin informa sobre el suceso: «Según una información del Corriere de la Sera, vía Colonia y Londres, se ha confirmado que los bárbaros ocupantes de Amberes han castigado a los sacerdotes que heroicamente se negaron a repicar las campanas, colgándolos de ellas con la cabeza hacia abajo, como un badajo vivo».
En nuestra jerga nacional esto se llama cotilleo. Ya en el lejano 5 de marzo del año pasado reflexionábamos (o eso queríamos hacer) sobre el deporte olímpico del cotilleo. Es deporte porque es ejercicio de práctica ociosa (¿quién cotillea en el trabajo? o ¿es trabajo-trabajo lo que hacemos salpimentándolo con alfilerazos de ocurrencia, comadreo, rumor y aserto?).
Y es olímpico por varias razones. En primer lugar porque nos sentimos dioses de nuestro olimpo decidiendo como dioses sobre la vida, la conducta y la suerte del vecino (¡cuánto más vecino, mejor!). Es olímpico porque lo ejercemos en competición airada y a veces desairada y entregamos a ello nuestras mejores energías. Es olímpico porque nos gusta encumbrar los podios de las medallas y gozamos con oírnos pregonar como los mejores artistas en el arte de referir, tergiversar, amplificar, desdecirnos, mejorarnos en el arte de arrancar la piel con bizarría y solidez.

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