Me permito tomar,
por lo que tiene de aleccionadora, una página de El
libro de los hechos insólitos de Gregorio Doval, escritor fecundo, profundo y
divertido, lector e investigador versátil e incansable, periodista, guionista, director de televisión…
No sé si figura como de advertencia a los alumnos de primer curso de periodismo. Pero
en todo caso nos sirve a los que solemos ejercer de portavoces de la novedad o
a los que nos gusta ser los primeros en contar o los que aseguran que ellos son
los que tienen la verdad de la verdad.
En un estudio sobre el mecanismo de creación de los
rumores, el investigador Jean-Noël Kapferer relata un famoso caso extremo
ocurrido en la prensa europea durante la Primera Guerra Mundial. Todo comenzó
al informar el periódico alemán Kölnische Zeitung de la toma de la ciudad belga
de Amberes por el ejército alemán, con el siguiente titular: «Las campanas
sonaron con la noticia de la caída de Amberes», entendiéndose que se refería a
las campanas alemanas. Pues bien, basándose en esta noticia, el diario francés
Le Matin informó como sigue: «Según el Köilnische Zeitung, los párrocos de
Amberes se vieron obligados a tocar sus campanas una vez que las defensas
habían caído». El tumo tocó entonces al londinense The Times, que daba su
versión: «Según Le Matin, que reproduce una noticia de Colonia, los sacerdotes
belgas que se negaron a hacer volar sus campanas después de la caída de Amberes
han sido depuestos de sus funciones». La noticia se va complicando cuando la
hace pública el italiano Corriere de la Sera: «Según The Tímes, que cita
noticias de Colonia comentadas en París, los desafortunados sacerdotes que se
negaron a hacer sonar sus campanas han sido condenados a trabajos forzados».
Pero la cuestión queda rematada cuando de nuevo Le Matin informa sobre el
suceso: «Según una información del Corriere de la Sera, vía Colonia y Londres,
se ha confirmado que los bárbaros ocupantes de Amberes han castigado a los
sacerdotes que heroicamente se negaron a repicar las campanas, colgándolos de
ellas con la cabeza hacia abajo, como un badajo vivo».
En nuestra jerga
nacional esto se llama cotilleo. Ya en el lejano 5 de marzo del año pasado
reflexionábamos (o eso queríamos hacer) sobre el deporte olímpico del cotilleo. Es deporte porque es ejercicio de
práctica ociosa (¿quién cotillea en el trabajo? o ¿es trabajo-trabajo lo que
hacemos salpimentándolo con alfilerazos de ocurrencia, comadreo, rumor y aserto?).
Y es olímpico por
varias razones. En primer lugar porque nos sentimos dioses de nuestro olimpo
decidiendo como dioses sobre la vida, la conducta y la suerte del vecino
(¡cuánto más vecino, mejor!). Es olímpico porque lo ejercemos en competición
airada y a veces desairada y entregamos a ello nuestras mejores energías. Es olímpico
porque nos gusta encumbrar los podios de las medallas y gozamos con oírnos
pregonar como los mejores artistas en el arte de referir, tergiversar,
amplificar, desdecirnos, mejorarnos en el arte de arrancar la piel con bizarría
y solidez.
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