miércoles, 22 de junio de 2011

La sospecha.

Daisy (o una que se le parece)

Pone Jaime Balmes en el capítulo VI de El Criterio un ejemplo de cómo, por indicios coincidentes y repetidos, nuestra cabeza forja una “verdad” compleja y hasta temible pero sin un pizca de la verdad sospechada. Tom Grant, el buen granjero de South Armagh – Irlanda del Norte – no quiso fraguar el argumento de una novela de misterio. Renunció a la sospecha y montó una cámara que grabó cómo sucedía que, cuando él se levantaba, sus vacas, encerradas al anochecer en el establo, estaban fuera de él. ¿Cómo iba a sospechar que su vaca Daisy, tan pacífica y buena lechera, tan tranquila y obediente, abría desde dentro la cancela del establo? ¿Quién iba a suponer que su sagacidad (la de Daisy) llegase a tanto como sacar la lengua y con sendos movimientos laterales, rápidos y certeros, levantar los dos cierres que bloqueaban la puerta?   
Nos cuesta renunciar a la suspicacia. Suspicacia o sospecha, que significa mirar debajo de la alfombra, mirar debajo. Es decir, ya que a simple vista no veo nada de lo que sospecho y yo estoy seguro de que el hecho existe, es que está escondido. Porque estamos seguros de que el enemigo (o esa persona de la que suponemos que siempre oculta algo) lo oculta porque es un delito.
Las andanzas nocturnas son siempre delictivas. Y Daisy buscaba sólo hierba. Las medias palabras son siempre engañosas. Y Daisy evitaba hablar porque hablar no era lo suyo. Y los gestos disimulados se deben a la intención de que sólo el que está en antecedentes del crimen se entere de lo que le quieren decir. ¡Pobre Daisy!

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