Dicen que la Cattleya dowiana es la
más bella de las orquídeas. Puedes encontrar su imagen en algún tratado
especializado o en algún rincón del historial de estas flores tan llamativas.
Su nombre proviene del de William Cattley, aficionado inglés, y del de su
compatriota, capitán de barco, John Melmouth Dow. Dicen los que saben que hay
unas 25.000 especies (los más exagerado llegan hasta 30.000) a las que hay que añadir unos 60.000 híbridos
obtenidos por sus cultivadores.
Se dan en todas partes (menos en los polos y en el desierto,
que envidian inútilmente a Madagascar, la patria privilegiada de estas linduras)
y todas son admirables por su belleza. Si te fijas, todas son iguales en su
maravillosa variedad: dos pétalos –derecha e izquierda-, tres sépalos
(arriba, derecha e izquierda) y un labelo (abajo). Pero los colores, las formas
y los tamaños las hacen parecer extrañas entre sí como inventoras de la perfección.
Esta que vemos arriba es la que me toca contemplar y me invita
a meditar día a día. Creo no errar si digo que es una de las 52 especies del
género Cymbidium, que significa, creo
barquito. ¿Será por las velas?
De un conjunto de anchas, largas, espesas y ordenadas hojas
verde botella se elevaban hace cuatro meses dos palos sosos y sospechosamente
inútiles. Mi absoluta ignorancia en ese campo (como en los demás) me hacía
pensar que de allí no podía salir nada que mereciese la pena. Salió. Poco a
poco se fueron haciendo ver, crecieron y se alargaron dando paso a pequeños
brotes de los que se abrieron casi con ritmo calculado otras tantas yemas y
flores como las que admiras.
Llevan meses alegrando el aire en que viven. Cada una de
ellas embellece un espacio reducido sin que llegue a invadir el que corresponde
a la más cercana. Lo hacen de manera compensada de modo que conviven varias sin
que lleguen a tocarse, orientándose de modo que todo el entorno goza con la
nobleza de la más aledaña.
Me preguntaba: ¿cómo y cuándo acabarán? Y una de ellas me respondió
hace dos semanas. Me pareció verla decaer. Un poco lacia al principio, se
doblegó lentamente sobre sí misma y, sin decir nada ni entristecer a sus
hermanas, fue a caer sobre una de las hojas verde de la base de la planta.
Inevitablemente pensé en la familia, en las familias capaces
de darse a sí misma y dar a la sociedad un estímulo para vivir, de embellecer
el aire que comparte y que respira, de sentirse solidaria, igual y distinta a
las demás, sin llorar por tener, al final, que descansar.
Pero lo que en una planta es obligado, en la familia debe ser
fruto de ese proceso delicado, constante, generoso y vivificante que llamamos
educación. Y que no es sino la transmisión de la savia sana de dos troncos
inigualables que se llaman padre y madre.
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