sábado, 31 de marzo de 2012

Nuestros pies.


Me estremece leer el comienzo del capítulo 13 de Juan. “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y tomando una toalla se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido”.
La presencia de Jesús en medio del estruendo de los hombres a lo largo de la historia es un corto resumen de la ternura de Dios, Dios de todos, que ama. Y por eso la vida de Jesús es sólo Amor. No traía otro mensaje ni otra palabra. Vino a compartir el amor humano trayendo el amor de Dios y a sanear el amor del hombre enseñándonos a amar como debe y puede y no quiere amar el hombre. Porque Él era Amor, Él era el Amor.
En lo más hondo de nuestro ser hombre, de nuestra condición animal, está el egocentrismo. No hace falta demostrarlo. Lo vivimos y constatamos todos. Vi hace muchos años una película italiana, suma de varios episodios independientes en su planteamiento pero coincidentes todos con el título de la cinta: Yo, yo, yo… y los otros. El que diga que no le corresponde la actitud que subraya la película o es un mentiroso o un pervertido o un imbécil o un santo.
Precisamente para no sufrir que nos digan que somos “narcisos” consumados, tratamos de borrar el mensaje de amor y de servicio que nos propone Jesús, y por eso tratamos de borrarle a Él de nuestra vida, ya que no podemos hacerlo de la historia. Lo pretendió hacer Judas. Hay leves indicios en el relato del Evangelio que nos permiten delinear con seguridad (y así lo veían sus compañeros del grupo de Jesús, tampoco precisamente dechados de altruismo) que acariciaba con gusto la bolsa común. Es decir, se acariciaba a sí mismo. Que es lo que hacemos nosotros cuando queremos llevar la voz cantante (algunos somos solistas empedernidos), tener la razón en todo (hemos trepado hasta el sillón de la judicatura universal), imponer nuestro criterio (tenemos vocación de dictadores: sobre todo cuando, con toda la fuerza de nuestra protesta,  exigimos democracia),  hacer que pese sobre el otro, sobre todos los otros,  nuestro gusto (como niños irredentos de su niñez que siguen empeñados en pedir helados…).
¿En qué medida, con qué gesto nos arrodillamos delante de los que amamos, no ya para aliviar su cansancio y ni siquiera para limpiarles del polvo de su egoísmo, sino para realizar un acto de auténtico amor? 

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