La Historia es un
amasijo de amor: mezcla de amores y amor, del amor y de sucedáneos, de realidad
y apariencias, de intentos y triunfos, de fracasos y de victoria, de odio y de
amor. No ha habido más, no hay más, no habrá nunca más.
Pero lo maravilloso
es que en medio de ese amasijo se mueve, impetuoso y definitivamente
triunfante, el fuego del amor de Dios. Lo hace de un modo humilde, casi
insospechado, oculto, respetuoso con la libertad del hombre.
La eucaristía es la
primera escena del último acto del amor de Dios a los hombres con su Hijo antes
de su muerte. La segunda es la entrega en la cruz. Son dos hechos
inimaginables: los hombres matan a Dios y, antes de eso, Dios hecho nuestro,
hecho nosotros, parte y nos entrega su cuerpo y su sangre para hacernos más él,
para hacernos solidarios con él en la expiación de los pecados de todos los
hombres.
Lo que nos pasa día
a día es que "... no sabemos lo que hacemos". La histeria, que parece
ser dueña del mundo y de nuestros deseos, nos zarandea en gestos convulsos con
los que arañamos, herimos, sajamos, apuñalamos, rompemos, violamos, pisoteamos
la carne de nuestros hermanos (¿hermanos?). Y su espíritu.
Tomar el propio
cuerpo, partirlo, entregarlo como alimento diario pertenece a esa cadena
invisible y misteriosa del incomprensible Amor de Dios a cada uno de los
hombres, elegido y amado. Tomar la propia sangre, la vida, para que sea alianza
nueva y definitiva con Dios es la misión que nos ha dejado Jesús.
Recrea el alma leer
el texto de una vieja y preciosa expresión litúrgica del siglo VI de la Iglesia
siro-oriental: "Tú, Dios, ser a cuyo poder nadie resiste. Tú eres uno,
sólo tú, naturaleza santa y sustancia adorable. Tú que eres como sólo tú eres;
y que cómo eres, nadie lo sabe. Tu, cuyo nombre es estupor; y tu memoria es
temblor; y maravilla es la narración sobre ti;
y temor es la historia de tu sustancia...".
Y sigue recordando
los gestos del feliz festín al que nos invita cada día: "... Y cuando
ya estaba dispuesto para ser elevado de nuestra región y ser trasladado a la
región de los espirituales, de la que descendió, dejó en nuestras manos la
prenda de su cuerpo santo, para estar más cerca de nosotros por medio de su
cuerpo; y mezclarse en todo tiempo en nosotros por medio de su poder.... Nos
dejó este misterio terrible y nos confió un ejemplo para que, como hizo,
hagamos fielmente y vivamos por medio de sus misterios".
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