domingo, 25 de marzo de 2012

...el reloj de arena.


Que el ser vivo es una maravilla no hace falta demostrarlo. Basta con ver lo satisfechos que estamos cuando cada mañana nos miramos al espejo y decimos “¡Qué bien estoy!”. Pero como lo hacemos con la prisa de llegar al trabajo, nuestra mirada complacida no puede ser sino precipitada. Nos hemos olvidado de los telómeros que son, como todos los lectores saben mucho mejor que yo que ignoro todo esto, los extremos de los cromosomas. Su misión (en la maravilla que somos todo tiene su misión) es que la estructura de los cromosomas sea estable. Pero no eterna. Porque los telómeros no se pueden reparar después de que, en cada ciclo de proliferación, pierden un poco de su preciosa identidad y la célula se hace más vieja. Y se hace más viejo su dueño, que soy yo. La estructura que custodia en cada célula el 'código de la vida' (¡ah, el DNA!) sufre ataques, pero se repara. Los telómeros, que son la punta de los cromosomas (telómero significa “parte extrema”), no. Así hablan los que entienden, aunque no estoy seguro de haber entendido bien y explicado lo que dicen.
“Sí, todo eso está muy bien, pero ¿qué puedo hacer yo para arreglarlo?”, dice mi amigo Telesforo. Nada. Cuida sabiamente tu salud y deja que tu precioso organismo siga su camino.
Pero es que además de ese maravilloso organismo, digamos, “físico” que somos, somos también un precioso organismo espiritual que no tiene telómeros, que no se acaba, que vivirá para siempre. Y ahí es donde debemos intervenir. Podemos y debemos aprender a intervenir. Se trata de cuidar ese “capuchón” que defiende y regula nuestros valores espirituales: del sentido de la vida, del sentido de la trascendencia (hay un más allá de mi digestión, de mi buena circulación sanguínea, de mi tiempo, de mi espacio), morales, afectivos, de conducta en la relación con los demás, de mis deberes, de mi alteridad, de mi comunicación con Dios.        
¿Y qué hacemos ahí? Muchas veces, poquito. Algunas veces, nada. Es una esfera muchas veces ignorada. O que nos da miedo. ¡Y eso que es en ella precisamente donde reside mi profundo “Yo”!. No sabemos cómo entrar en ella, no nos atrevemos a tocar sus delicadas estructuras, nos hace sudar sólo tener que hacer algo en su entraña o… (¡y qué frecuente es!) nos tiene sin cuidado.
Y sin embargo, la educación (porque esa es la tarea que se nos pide) es algo tan connatural con el ser humano que debería ser instintivo volcarse en ella. 

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