Que el ser vivo es una maravilla no hace
falta demostrarlo. Basta con ver lo satisfechos que estamos cuando cada mañana
nos miramos al espejo y decimos “¡Qué bien estoy!”. Pero como lo hacemos con la
prisa de llegar al trabajo, nuestra mirada complacida no puede ser sino
precipitada. Nos hemos olvidado de los telómeros que son, como todos los
lectores saben mucho mejor que yo que ignoro todo esto, los extremos de los
cromosomas. Su misión (en la maravilla que somos todo tiene su misión) es que
la estructura de los cromosomas sea estable. Pero no eterna. Porque los
telómeros no se pueden reparar después de que, en cada ciclo de proliferación,
pierden un poco de su preciosa identidad y la célula se hace más vieja. Y se
hace más viejo su dueño, que soy yo. La estructura que custodia en cada célula
el 'código de la vida' (¡ah, el DNA!) sufre ataques, pero se repara. Los
telómeros, que son la punta de los cromosomas (telómero significa “parte
extrema”), no. Así hablan los que entienden, aunque no estoy seguro de haber
entendido bien y explicado lo que dicen.
“Sí, todo eso está muy bien, pero ¿qué
puedo hacer yo para arreglarlo?”, dice mi amigo Telesforo. Nada. Cuida
sabiamente tu salud y deja que tu precioso organismo siga su camino.
Pero es que además de ese maravilloso
organismo, digamos, “físico” que somos, somos también un precioso organismo
espiritual que no tiene telómeros, que no se acaba, que vivirá para siempre. Y
ahí es donde debemos intervenir. Podemos y debemos aprender a intervenir. Se
trata de cuidar ese “capuchón” que defiende y regula nuestros valores
espirituales: del sentido de la vida, del sentido de la trascendencia (hay un más
allá de mi digestión, de mi buena circulación sanguínea, de mi tiempo, de mi
espacio), morales, afectivos, de conducta en la relación con los demás, de mis
deberes, de mi alteridad, de mi comunicación con Dios.
¿Y qué hacemos ahí? Muchas veces,
poquito. Algunas veces, nada. Es una esfera muchas veces ignorada. O que nos da
miedo. ¡Y eso que es en ella precisamente donde reside mi profundo “Yo”!. No
sabemos cómo entrar en ella, no nos atrevemos a tocar sus delicadas
estructuras, nos hace sudar sólo tener que hacer algo en su entraña o… (¡y qué
frecuente es!) nos tiene sin cuidado.
Y sin embargo, la educación (porque esa
es la tarea que se nos pide) es algo tan connatural con el ser humano que
debería ser instintivo volcarse en ella.
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