martes, 3 de abril de 2012

Alabanza propia.


Cuenta Cervantes en el capítulo decimoquinto de su encantador “libro de caballería” que su amado ahijado (¡o hijo!) don Quijote sufrió lo indecible a manos de los “desalmados yangüeses”. En el capítulo siguiente nos hace sonreír y compadecer al narrarnos la llegada del sufrido caballero con su fiel escudero Sancho a la “venta que él imaginaba castillo”. Sancho explica la razón del mal estado de su caballero y tanto el posadero como su compasiva mujer como Maritornes se asombran de que Don Quijote no alardee ni pregone su nombre ni sus hechos. Lo que hace Sancho, extrañado de que los señores del acogedor y afamado castillo no conociesen a tan gran caballero andante. Sí que habla entonces Don Quijote para decir algo tan consustancial con su oficio y su entraña como fueron estas cuatro solemnes palabras: “La alabanza propia envilece”.
Don Quijote, siempre grande en la compasión, en la defensa del débil, en la prédica del bien, en su entrega, hasta la muerte, en favor de la justicia y el equilibrio social, en la práctica de los más altos deberes morales, en el amparo de viudas y huérfanos… se hace pequeño cuando salen a relucir sus prendas personales de enderezador de conductas sinuosas y entuertos interesados. Quiere ser como la levadura que no se palpa, pero que convierte en pan a la masa; como la mano izquierda que no necesita saber, ni quiere enterarse, de lo que hace la derecha. Don Quijote, tan sonoro y tan devastador cuando se siente convocado a hacer valer lo recto, se calla, desaparece en la hora de la alabanza.
¿Y yo? ¡Ya estoy! Diciendo siempre mi nombre: “¡Yo!”, “¡Yo!”, “¡Yo!”… Tres veces, cien veces, todas las veces: Se cuenta algo y “¡Yo ya lo sabía!”. Se cuenta algo (vivimos contando siempre algo) y “¡Yo conozco detalles muy delicados sobre eso!”. Se cuenta algo y “¡Yo tengo que corregir algunos errores!”. Pero si no es verdad que yo lo supiese ¡me molesta saberlo después del otro, sobre todo si el otro no tiene por qué ir delante de mí! Si necesito demostrar que la verdad y toda la verdad la domino yo solo, cuento esos detalles delicados que nadie sabe porque me los invento yo. “¡Yo conozco mucho al autor de ese libro!” (y lo conozco de oídas) “¡Hace una semana me saludó el tal cantante!” (sí, desde el escenario a toda la concurrencia)…     
No nos damos cuenta, pero la vileza en la que vivimos (enredándonos con suma seriedad, como un gusano de seda se encierra en su capullo), se alimenta con una autoalabanza constante, pueril, engreída, falseadora que hace sonreír al avisado que nos escucha y compadecerse de nosotros al que nos conoce.

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