Tomamos este texto del blog de José Arregui. Una buena lectura para una tarde de Viernes Santo... ¡Qué aproveche! (texto completo: clic aquí).
Va por el hermano herido. Va por ti,
padre o madre sin trabajo al borde del suicidio, joven en paro y sin futuro
(¡un joven sin futuro!, terrible confusión de mundo y de lenguaje). Va por ti,
muchacha violada o mutilada en tu carne y en tu alma, anciano abandonado con la
sonrisa ya perdida. Y por vosotros, todos los amores traicionados. Va por ti,
pobre niño soldado doblemente pobre, y vosotras, muchedumbres hambrientas que
los grandes poderes asesinan cada día sin rastro de mala conciencia, sin que
nadie pida perdón ni exija reparación. Dejadme que bese todas vuestras lágrimas,
pues son la esencia más sagrada de esta tierra herida.
Va por ti, Jesús de Nazaret, Hermano
Herido. Déjanos sumarnos hoy a esa confusa multitud de Jerusalén que te aclama
con sus palmas de olivo o de laurel, con su voz rasgada o su silencio desnudo,
con su ira contenida o su esperanza incierta. Ellos con todas sus heridas, y
todos nosotros con las nuestras. Tú eras entonces joven y fuerte, Jesús. Eras
tierno y valeroso. Parecías intacto en tu cuerpo y en tu alma, pero ninguna
herida te era ajena. Eras como aquel buen samaritano de tu parábola, que los
sacerdotes y los levitas del templo a quienes habías ofendido con ella, y
muchos escribas a quienes habías provocado, te la tenían guardada.
Tus ojos. Tus ojos lo habían observado
todo muy de cerca: la desesperación de los campesinos despojados de sus
tierras, la miseria de los pescadores del rico lago de Galilea, el desaliento
de los jornaleros esperando en la plaza de las aldeas, la humillación de las
mujeres, el llanto de los niños (¡qué tsunami el llanto de un niño!), la
dictadura de los impuestos, el yugo de las deudas impagables, la desdicha de
los leprosos a las afueras de todo, el dolor de los enfermos al borde de los
caminos. Y la prepotencia del prefecto romano, la sombría altivez del Sumo
Sacerdote, la codicia de los terratenientes, los abusos de los soldados. Y la
dureza implacable de los justos sin bondad. Y la sangre derramada de los
animales y el dinero sustraído a los pobres que sostenían el templo. Así era
aquel mundo en que viviste, tan semejante al nuestro, y tus ojos lo vieron
todo, junto con la belleza de los campos, el vuelo de los pájaros y el brillo
de los ojos.
Tu corazón. Tu corazón sensible y fuerte,
tu corazón palpitante. Donde había alegría, te alegrabas. Donde había pasión,
padecías sin desmoronarte. Nunca te evadiste, nunca diste un rodeo para no
encontrarte con el herido del camino. Tuviste compasión de la gente hambrienta,
del ciego de Jericó, del leproso impuro. ¡Gracias, Jesús, en su nombre y en el
nuestro! No te imagino como un hombre perfecto, pero eras compasivo. Y nunca
temiste ser contaminado por los leprosos y los “pecadores”, tal vez porque no
eras perfecto. Pero ¿qué perfección necesita este mundo si no es la dulce
compasión con todo lo imperfecto y con todo lo herido? ¡Gracias, Jesús, por ser
como fuiste!
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