El diccionario de la RAE dice de un lugar
anecoico que es capaz de no reflejar el sonido. Tal vez venga del griego anecoo, que es lo mismo que no oír. Y
tal vez yo esté en confusión porque no sé si es lo mismo no oír que no reflejar
un sonido. La sociedad norteamericana Minnesota
Orfield Laboratories se ha puesto a construir una cámara anecoica y ha
conseguido que lo sea (que no se oye en ella nada) al 99,99%, dicen los medios
de comunicación.
Por si alguien necesitase en su casa algo
parecido y no hubiese tenido acceso a la fuente, le damos las pistas para
lograrlo: paredes de 3,3 metros de espesor en fibra de vidrio y acero y 30
centímetros de hormigón; suelo blando al paso. Se calcula que en un dormitorio
doméstico hay 30 decibelios, mientras que en la anecoica de Minnesota el ruido
de fondo es de -9,4 dB (la respiración tranquila de una persona sana es de 10
dB, dicen las tablas).
Pero, claro. En un silencio tan extremoso suceden cosas como que asusta
el ruido del latido del corazón, la respiración y los gorgoritos del sistema digestivo. ¿Con que resultado? Nadie ha
aguantado dentro más de 45 minutos.
En realidad no se
usa para cámara de tormentos, sino para comprobar el efecto de los sonidos
sobre ciertos productos comerciales sensibles.
Pero
conocer ese “antro” nos puede hacer pensar en las situaciones que a veces
creamos en la vida (y hasta con las personas a las que más debiéramos querer) y
que nos hacen aislarnos sin querer saber nada de nada. “Liarse la manta a la
cabeza” era la forma elemental antes de que llegase el producto del Minnesota Orfield Laboratories. Y sigue
siendo el recurso inmediato para levantar un muro de ignorancia del prójimo más
próximo.
¿De
qué está hecho? El espesor lo da, evidentemente, el egoísmo. Mi “yo” se escucha
a sí mismo con tal seguridad que no necesitamos ninguna otra voz para
orientarnos en la vida. Esa fuerza animal que tan fuertemente nos maneja
muestra sus formas de grosería, falta de respeto, ausencia de amor,
engreimiento, desprecio… hasta regurgitar ganas de destrucción del que está
invadiendo el sagrado recinto de nuestro “yo”.
A
los padres y a los educadores les falta con frecuencia en su prontuario de
educación familiar el capítulo que habla del otro (¡los otros1) como la realidad afortunadamente tangible y
audible con la que se puede practicar el delicioso ejercicio de la comunicación.
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