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viernes, 3 de enero de 2014

Groenlandia.



Pobremente trato de situarme donde deseo. Y empiezo diciendo cosas conocidas. Que la enorme isla de Groenlandia, situada allá arriba, al Este de Norteamérica,  tiene una extensión de 2.166.086 kilómetros cuadrados y 61.000 habitantes (pero hace sesenta años eran 34.000). Que la descubrió el año 864 Erik Thordwalson (Erik el Rojo) quien le dio ese nombre (¡optimista!) de Tierra Verde, aunque el 84 por ciento de su superficie está helada. Que es una Región Autónoma de Dinamarca y que su capital es Nuuk.     

Pues bien, un grupo de investigadores de la cátedra de Geografía de la Universidad de Utah, en Salt Lake City, Estados Unidos, a cuyo frente está el profesor Rick Foster, ha descubierto un acuífero en la capa de hielo de Groenlandia, con agua líquida durante todo el año mientras que sus alrededores están helados. Estos alrededores tienen una superficie igual a la de los estados norteamericanos de California, Nevada, Arizona, Nuevo México, Colorado y Utah juntos. Con un espesor medio del hielo de 1,5 kilómetros.

El acuífero descubierto tiene unos 27.000 kilómetros cuadrados. Lo llaman «acuífero 'firn' perenne» y equivale en superficie al estado norteamericano de Virginia Occidental. «Aquí, en lugar de almacenarse el agua en el espacio de aire entre las partículas de roca del subsuelo, se almacena en el espacio de aire entre las partículas de hielo, como el jugo en un cono de nieve», añade Forster. Y añade: «El hecho sorprendente es que el jugo en este cono de nieve nunca se congela, incluso durante el invierno oscuro de Groenlandia. Grandes cantidades de nieve caen sobre la superficie a finales del verano y rápidamente aísla el agua de las temperaturas del aire bajo cero de arriba, permitiendo que el agua persista durante todo el año».

Y como estas líneas no pretenden ser una ventana abierta a la ciencia, sino a la conciencia, sigo con mi “aplicación”.

¿No sucede lo mismo – o algo parecido - en las familias, en los grupos, en la sociedad? Junto a una persona rica en iniciativas, en actividad, en calor, en optimismo, en osadía… están otras que siguen siendo témpanos de hielo a las que no se les ocurre nada, a las que no les pida usted ayuda o algún favor porque están muy ocupados, porque están a lo suyo, cansados de tanto bregar, necesitados siempre de la tranquilidad que da sentarse a renovar fuerzas y a prepararse para momentos mejores.

Si es que no son de los que observan el mundo con sagacidad y hondura y descubren que nadie hace nada bien, que bien merecidas se tienen la crítica y hasta la condena y que son el ludibrio y la ruina de un mundo que anda a trompicones porque no hace caso de las advertencias que ellos, sabios, hacen.

martes, 3 de abril de 2012

Alabanza propia.


Cuenta Cervantes en el capítulo decimoquinto de su encantador “libro de caballería” que su amado ahijado (¡o hijo!) don Quijote sufrió lo indecible a manos de los “desalmados yangüeses”. En el capítulo siguiente nos hace sonreír y compadecer al narrarnos la llegada del sufrido caballero con su fiel escudero Sancho a la “venta que él imaginaba castillo”. Sancho explica la razón del mal estado de su caballero y tanto el posadero como su compasiva mujer como Maritornes se asombran de que Don Quijote no alardee ni pregone su nombre ni sus hechos. Lo que hace Sancho, extrañado de que los señores del acogedor y afamado castillo no conociesen a tan gran caballero andante. Sí que habla entonces Don Quijote para decir algo tan consustancial con su oficio y su entraña como fueron estas cuatro solemnes palabras: “La alabanza propia envilece”.
Don Quijote, siempre grande en la compasión, en la defensa del débil, en la prédica del bien, en su entrega, hasta la muerte, en favor de la justicia y el equilibrio social, en la práctica de los más altos deberes morales, en el amparo de viudas y huérfanos… se hace pequeño cuando salen a relucir sus prendas personales de enderezador de conductas sinuosas y entuertos interesados. Quiere ser como la levadura que no se palpa, pero que convierte en pan a la masa; como la mano izquierda que no necesita saber, ni quiere enterarse, de lo que hace la derecha. Don Quijote, tan sonoro y tan devastador cuando se siente convocado a hacer valer lo recto, se calla, desaparece en la hora de la alabanza.
¿Y yo? ¡Ya estoy! Diciendo siempre mi nombre: “¡Yo!”, “¡Yo!”, “¡Yo!”… Tres veces, cien veces, todas las veces: Se cuenta algo y “¡Yo ya lo sabía!”. Se cuenta algo (vivimos contando siempre algo) y “¡Yo conozco detalles muy delicados sobre eso!”. Se cuenta algo y “¡Yo tengo que corregir algunos errores!”. Pero si no es verdad que yo lo supiese ¡me molesta saberlo después del otro, sobre todo si el otro no tiene por qué ir delante de mí! Si necesito demostrar que la verdad y toda la verdad la domino yo solo, cuento esos detalles delicados que nadie sabe porque me los invento yo. “¡Yo conozco mucho al autor de ese libro!” (y lo conozco de oídas) “¡Hace una semana me saludó el tal cantante!” (sí, desde el escenario a toda la concurrencia)…     
No nos damos cuenta, pero la vileza en la que vivimos (enredándonos con suma seriedad, como un gusano de seda se encierra en su capullo), se alimenta con una autoalabanza constante, pueril, engreída, falseadora que hace sonreír al avisado que nos escucha y compadecerse de nosotros al que nos conoce.

jueves, 26 de enero de 2012

¿Nosotros?

Si el Tratado de Blois (¡el cuarto!) lo firmaron los reyes de Navarra y de Francia o, al día siguiente, 18 de julio de 1512, el regente de Castilla Fernando el Católico y el rey de Francia Luis XII, no nos interesa mucho a estas alturas. Pero sí que por aquellos días se vino a España hace exactamente cuatro siglos Francesco Guicciardini, brillante abogado florentino de 29 años, lúcido de mente y luminoso en su juicio sobre España. Como embajador, o algo parecido, estuvo ante la corte española casi dos años. Y miró tanto y tan bien a su alrededor y más allá, que tuvo para escribir al regreso su Redazione di Spagna.
A cualquiera que le interese saber cómo somos nosotros aceptando lo que dicen otros, aunque no les hagamos caso, puede resultarle de agrado su lectura. Aquí van sólo unas líneas.   
Los hombres de esta nación son de carácter sombrío y de aspecto adusto, de color moreno y de baja estatura. Son orgullosos y creen que ninguna nación puede compararse con la suya. Cuando hablan ponderan mucho sus cosas y se esfuerzan en aparecer más de lo que son… Estiman mucho el honor, hasta el punto de que, para no mancharlo, no se cuidan generalmente de la muerte”.
Evidentemente nada de eso es verdad. Guicciardini miró mucho, pero vio mal. Y si los españoles eran entonces así, hoy no somos esos.
Pero no nos vendría mal ver, entre nosotros, si la herencia que llevamos encima no nos hace conservar un poco (¡sólo un poco, claro!) de ese carácter sombrío con el que no dejamos pasar una al que se remueve en la trinchera de enfrente, por bien que dispare y acierte en el tiro. ¿Aspecto adusto? ¡No! Somos generosos en el perdón, amplios en la comprensión, limpios de cualquier envidia, magnánimos en la ayuda, sonrientes en la disculpa. Lo de orgullosos… ¡bueno!, un poco. Calderón de la Barca decía algunos años más tarde de los infantes de los Tercios que “todo lo sufren en cualquier asalto; sólo no sufren que les hablen alto”. Y lo que también admitimos es que creemos que no hay ninguna nación superior a la nuestra. Es verdad que la criticamos, la denostamos, la desgarramos, nos esforzamos por dejarla hecha unos zorros, pero aun así queda por encima de cualquiera que se nos enfrente: “¡La Roja!”.  
Y que preferimos morir matando si se ofende nuestra dignidad, si se duda de nuestro honor, si se pretende rozar la pureza de nuestro nombre: “¡Pues muerte aquí te daré porque no sepas que sé que sabes flaquezas mías!”.

domingo, 27 de febrero de 2011

¡Muy importante!


Steven Mithen sostenía que los neandertales (la Academia permite suprimir la “h”), aquellos antiquísimos pobladores de Europa de hace un montón de siglos y primos (por decirlo de un modo sencillo) del homo sapiens, nuestro abuelo más lejano, tenían un sistema de comunicación "Hmmmm". ¡Muy expresivo! Y lo explicaba: holístico, manipulador, multimodal, musical y mimético. ¡Queda claro!
Pues resulta que ahora se descubre que usaban un lenguaje más, el de las plumas. Recientemente (la prensa lo da el 23 de febrero de 2011) se da a conocer que en las investigaciones de la cueva de Fumane en los montes Lessini, cerca de Verona (Italia), se ha llegado a la conclusión de que usaban las plumas como signo de autoridad, de poder: «¡Hago saber…!». Hace 44.000 años los neandertales se daban importancia. Como lo hicieron 20.000 años más tarde los sapiens. Y como seguimos haciéndolo nosotros.
¡Darse importancia! ¡Vestir el cargo! ¡Quedar bien! ¡Aparecer! ¡Parecer!
Evidentemente quien se da importancia es que no la tiene (aunque tenga cargo). Porque ¿qué sentido tiene darse lo que ya se posee? Sería (o es) como el que, estando ya totalmente vestido, se pusiera encima un ropón para que le viesen.
La importancia es un valor que ocupa una esfera medular: no sólo está muy dentro, sino que constituye la fuente del propio ser, se trasparenta en todos los gestos, pensamientos, sentimientos y acciones del que la tiene.
Basta, para completar esta reflexión, recordar a tantos personajes eminentes por su importancia y contemplar al mismo tiempo la sencillez de su conducta.