jueves, 26 de enero de 2012

¿Nosotros?

Si el Tratado de Blois (¡el cuarto!) lo firmaron los reyes de Navarra y de Francia o, al día siguiente, 18 de julio de 1512, el regente de Castilla Fernando el Católico y el rey de Francia Luis XII, no nos interesa mucho a estas alturas. Pero sí que por aquellos días se vino a España hace exactamente cuatro siglos Francesco Guicciardini, brillante abogado florentino de 29 años, lúcido de mente y luminoso en su juicio sobre España. Como embajador, o algo parecido, estuvo ante la corte española casi dos años. Y miró tanto y tan bien a su alrededor y más allá, que tuvo para escribir al regreso su Redazione di Spagna.
A cualquiera que le interese saber cómo somos nosotros aceptando lo que dicen otros, aunque no les hagamos caso, puede resultarle de agrado su lectura. Aquí van sólo unas líneas.   
Los hombres de esta nación son de carácter sombrío y de aspecto adusto, de color moreno y de baja estatura. Son orgullosos y creen que ninguna nación puede compararse con la suya. Cuando hablan ponderan mucho sus cosas y se esfuerzan en aparecer más de lo que son… Estiman mucho el honor, hasta el punto de que, para no mancharlo, no se cuidan generalmente de la muerte”.
Evidentemente nada de eso es verdad. Guicciardini miró mucho, pero vio mal. Y si los españoles eran entonces así, hoy no somos esos.
Pero no nos vendría mal ver, entre nosotros, si la herencia que llevamos encima no nos hace conservar un poco (¡sólo un poco, claro!) de ese carácter sombrío con el que no dejamos pasar una al que se remueve en la trinchera de enfrente, por bien que dispare y acierte en el tiro. ¿Aspecto adusto? ¡No! Somos generosos en el perdón, amplios en la comprensión, limpios de cualquier envidia, magnánimos en la ayuda, sonrientes en la disculpa. Lo de orgullosos… ¡bueno!, un poco. Calderón de la Barca decía algunos años más tarde de los infantes de los Tercios que “todo lo sufren en cualquier asalto; sólo no sufren que les hablen alto”. Y lo que también admitimos es que creemos que no hay ninguna nación superior a la nuestra. Es verdad que la criticamos, la denostamos, la desgarramos, nos esforzamos por dejarla hecha unos zorros, pero aun así queda por encima de cualquiera que se nos enfrente: “¡La Roja!”.  
Y que preferimos morir matando si se ofende nuestra dignidad, si se duda de nuestro honor, si se pretende rozar la pureza de nuestro nombre: “¡Pues muerte aquí te daré porque no sepas que sé que sabes flaquezas mías!”.

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