El día del onomástico de don Bosco, 24 de junio, se celebraba en el Oratorio de Valdocco de Turín con entusiasmo, cariño y agradecimiento. Don Bosco sabía que el clima de fiesta era un bien clima para educar a sus muchachos en la alegría, la gratitud y los sentimientos de familia. Desde 1870 se unieron siempre también los Antiguos Alumnos. En 1880 Don Bosco les habló así:
… os contaré un hecho que me sucedió hace pocas semanas. A primeros de este mes, vióse merodear alrededor de la iglesia de María Auxiliadora y de la tapia del Oratorio a un militar que era capitán. Buscaba con sus ojos un lugar que había cambiado de aspecto. Después de inútiles pesquisas, preguntó a uno de los nuestros que entraba en casa:
- Por favor, ¿sabría decirme dónde está el Oratorio de don Bosco.
- Aquí lo tiene, señor.
- ¿Es posible? En otro tiempo aquí había un campo, allí una casucha que amenazaba ruina; la iglesia era una mísera capilla que desde fuera ni se veía.
- He oído contar muchas veces que las cosas estaban precisamente como usted dice; pero yo no tuve la suerte de verlas. Lo que le puedo asegurar es que éste es el Oratorio llamado de San Francisco de Sales o como usted dice, el Oratorio de don Bosco. Si usted quiere entrar, hágalo con toda libertad.
El capitán entró, examinó la casa por un lado y por otro y, después, maravillado, preguntó:
- ¿Y dónde tiene don Bosco su habitación?
- Allá arriba.
- ¿Se le podría hablar?
- Creo que sí.
Le acompañaron y se presentó. Nada más verme, exclamó:
- Don Bosco, ¿me conoce todavía?
- No recuerdo haberle visto nunca.
- Y, sin embargo, me vio, me habló, trató conmigo muchas veces. ¿No se acuerda de un tal V..., que por los años 1847, 1848 y 1849 le dio tantas molestias y fastidios, le hizo repetir tantas veces ¡silencio! en la iglesia; que durante el catecismo le tenía siempre a su lado para que no molestase a los compañeros y que, a duras penas, iba a confesarse?
- ¡Vaya si me acuerdo! Recuerdo también que, a menudo, al oír el toque de la campanilla para ir a la iglesia, él entraba por una puerta y salía por la otra, obligando a don Bosco a correr tras él.
- Pues bien, yo soy precisamente aquél.
Me contó después las principales vicisitudes de los casi treinta años que han transcurrido desde 1850 hasta ahora, y me dijo:
- Pero yo nunca he olvidado ni a don Bosco ni a su Oratorio; he llegado hace poco a Turín y me di prisa para venir a verle. Aquí me tiene para pedirle por favor que me confiese.
Con mucho gusto lo hice. Y antes de despedirnos, le pregunté:
- ¿Qué te indujo a pedirme que te confesara?
¿Sabéis qué me contestó? Escuchad:
- Al ver a don Bosco vino a mi mente el recuerdo de las artes que empleaba para arrastrarme al bien, me recordó las palabras que me decía al oído, su deseo, sus invitaciones para que fuera a confesarme, y estos recuerdos me han metido en el corazón las ganas y me han inducido a ello.
Queridos hijos míos, si un militar, en medio de los muchos peligros de su profesión, con tantas conversaciones como habrá oído, conserva, sin embargo, el recuerdo de las verdades religiosas aprendidas en su juventud y, llegada la ocasión propicia, pide confesarse y se confiesa: ¿por qué vamos a desanimarnos y acobardarnos, si no nos vemos correspondidos inmediatamente en la educación de los muchachos? Sembremos e imitemos después al labrador, que espera con paciencia el tiempo de la cosecha. Pero, os repito, no olvidéis jamás la dulzura de los modales; ganaos el corazón de los jóvenes por medio del amor; acordaos siempre de la máxima de san Francisco de Sales: Se cazan más moscas con un plato de miel que con un barril de vinagre.
… os contaré un hecho que me sucedió hace pocas semanas. A primeros de este mes, vióse merodear alrededor de la iglesia de María Auxiliadora y de la tapia del Oratorio a un militar que era capitán. Buscaba con sus ojos un lugar que había cambiado de aspecto. Después de inútiles pesquisas, preguntó a uno de los nuestros que entraba en casa:
- Por favor, ¿sabría decirme dónde está el Oratorio de don Bosco.
- Aquí lo tiene, señor.
- ¿Es posible? En otro tiempo aquí había un campo, allí una casucha que amenazaba ruina; la iglesia era una mísera capilla que desde fuera ni se veía.
- He oído contar muchas veces que las cosas estaban precisamente como usted dice; pero yo no tuve la suerte de verlas. Lo que le puedo asegurar es que éste es el Oratorio llamado de San Francisco de Sales o como usted dice, el Oratorio de don Bosco. Si usted quiere entrar, hágalo con toda libertad.
El capitán entró, examinó la casa por un lado y por otro y, después, maravillado, preguntó:
- ¿Y dónde tiene don Bosco su habitación?
- Allá arriba.
- ¿Se le podría hablar?
- Creo que sí.
Le acompañaron y se presentó. Nada más verme, exclamó:
- Don Bosco, ¿me conoce todavía?
- No recuerdo haberle visto nunca.
- Y, sin embargo, me vio, me habló, trató conmigo muchas veces. ¿No se acuerda de un tal V..., que por los años 1847, 1848 y 1849 le dio tantas molestias y fastidios, le hizo repetir tantas veces ¡silencio! en la iglesia; que durante el catecismo le tenía siempre a su lado para que no molestase a los compañeros y que, a duras penas, iba a confesarse?
- ¡Vaya si me acuerdo! Recuerdo también que, a menudo, al oír el toque de la campanilla para ir a la iglesia, él entraba por una puerta y salía por la otra, obligando a don Bosco a correr tras él.
- Pues bien, yo soy precisamente aquél.
Me contó después las principales vicisitudes de los casi treinta años que han transcurrido desde 1850 hasta ahora, y me dijo:
- Pero yo nunca he olvidado ni a don Bosco ni a su Oratorio; he llegado hace poco a Turín y me di prisa para venir a verle. Aquí me tiene para pedirle por favor que me confiese.
Con mucho gusto lo hice. Y antes de despedirnos, le pregunté:
- ¿Qué te indujo a pedirme que te confesara?
¿Sabéis qué me contestó? Escuchad:
- Al ver a don Bosco vino a mi mente el recuerdo de las artes que empleaba para arrastrarme al bien, me recordó las palabras que me decía al oído, su deseo, sus invitaciones para que fuera a confesarme, y estos recuerdos me han metido en el corazón las ganas y me han inducido a ello.
Queridos hijos míos, si un militar, en medio de los muchos peligros de su profesión, con tantas conversaciones como habrá oído, conserva, sin embargo, el recuerdo de las verdades religiosas aprendidas en su juventud y, llegada la ocasión propicia, pide confesarse y se confiesa: ¿por qué vamos a desanimarnos y acobardarnos, si no nos vemos correspondidos inmediatamente en la educación de los muchachos? Sembremos e imitemos después al labrador, que espera con paciencia el tiempo de la cosecha. Pero, os repito, no olvidéis jamás la dulzura de los modales; ganaos el corazón de los jóvenes por medio del amor; acordaos siempre de la máxima de san Francisco de Sales: Se cazan más moscas con un plato de miel que con un barril de vinagre.
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