Bien educado es el que crece madurando como persona. “...crece
madurando”. Porque cada paso de la vida nos hace madurar cuando, al caminar, no
pisamos a ninguno de los que van junto a nosotros porque los vemos, y los
respetamos y hasta los amamos.
Ser persona es ser
para los demás. Y ser para los demás hasta dar la vida por ellos es la cima
de la buena educación, porque es la cima del amor. Así hablaba Jesús, el
‘hombre perfecto’, el ‘Bieneducado’ en quien el Padre se complace. San
Francisco de Sales, tan humano y tan divino, lo repetía con una metáfora: “La
educación es la flor de la caridad”.
Lo podemos decir de otro modo. “El que no ama no
puede ser ‘bieneducado’”. O viceversa: “El ‘maleducado’ lo es porque no ama”. Y
en positivo. “El que ama de verdad ha llegado a la cima de su educación, de su
madurez como hombre”. Y como cristiano.
¡Qué raro suena este consejo: “Sed esclavos unos de
otros, pero por amor”! Ser esclavo es duro. Y, sin embargo, qué fácil es ser
esclavo de sí mismo. Todos somos un poco (o un mucho) esclavos de nosotros
mismos. Y eso que nos gusta, por encima de todo gusto, ser libres. Sólo el
educado, el ‘bieneducado’, es libre. Liberarse es educarse. Y al revés.
Se lee que Federico el Grande encontró a un viejo en
un paseo. Como no le saludaba, le preguntó: - ¿Quién es usted? – Un rey,
respondió el anciano. - ¿De qué reino?, volvió a preguntar Federico. - De mí
mismo.
A lo mejor era verdad. O a lo peor se creía rey
mientras vivía en la esclavitud de su egocentrismo.
El barniz de la “buena educación”, de la llamada
“urbanidad”, de las buenas formas que ocultan un corazón encadenado por el
egoísmo o seco por la indiferencia, no es la educación que debemos buscar.
Un fino
observador italiano, Trevisano, buen conocedor de España y de su lengua, según
demuestra, escribía en 1736: “Al sentimiento bien acordado que gusta siempre de
acordarse con cuanto dicta la razón le llamaron algunos armonía de ingenio; otros dijeron que era el juicio, pero regulado por el
arte; otros, que cierta exquisitez de
ingenio. Pero los españoles, más perspicaces en el uso de las metáforas que
ningún otro pueblo, lo expresaron con este laconismo profundo: buen gusto”.
¿Será verdad? ¿Y habrá en nosotros algo más que
perspicacia para las metáforas? Sentimiento
y razón, armonía e ingenio, juicio y arte, exquisitez e ingenio, buen gusto.
Educación es, pues, buen gusto. Pero no sólo el
gusto de la superficie, de lo accidental y caduco, de la epidermis. Sino, muy
además y, si hace falta, sólo el que nace de lo hondo. “Por sus frutos los
conoceréis”. El que produce buen fruto, buen gusto auténtico, es que lo lleva
dentro.
“El que tiene buen
gusto - decía Isabel de Castilla - lleva carta de recomendación”. Y no se
recomienda, al menos a la larga, el que despide de sí el hedor que hay más allá
de la capa de gusto aparente. De Catón escribía Salustio que “prefería ser
bueno a parecerlo”. Porque el hombre-hombre no busca parecer, sino ser.