No es exagerado dar al cacao el
calificativo de excelente. Fue Carlos
Linneo, si no yerro, el que lo catalogó botánicamente como theobroma cacao, es decir, manjar
divino. Sus maracas, el fruto del
árbol, que contienen unas 40 semillas, nacen de una preciosa flor que brota del
tronco o de las ramas más viejas. Pero no todas las flores (puede haber hasta
seis mil en un mismo árbol) se convierten en fruto. Sólo llegan a serlo unas 20
en cada árbol.
Los arqueólogos
de este regalo de la naturaleza aseguran que en Puerto Escondido (bonito nombre para ese lugar
de Honduras) se ha encontrado el vestigio más antiguo del consumo de este
producto como bebida: hace cuatro mil años. Es decir, cuando Abraham se las
tenía que ver con los reyezuelos Kedorlaomer, Tidal, Amrafel y Arzok, por
defender a Lot, su sobrino. O en Egipto el faraón Mentuhotep IV soportó una
bronca del pueblo por las consecuencias de una pertinaz sequía. ¡Cuatro mil
años gozando del chocolate!
¿Y qué? Pues que llegar a excelente no es cosa de todos. Y que lograrlo, en el hombre, no
depende de la suerte, de brotar del tronco o de disfrutar de una temperatura acariciadora
y de una riqueza del suelo adecuada a su deseo.
Es impresionante estudiar la
conducta de algunas personas que respiran suspicacias, lanzan acusaciones,
sudan resentimientos y escupen amenazas cuando se estudia el recorrido que han
hecho por los vericuetos de la envidia y las huras de la holgazanería.
Son hijos de quienes no les acompañaron en su crecimiento. No
supieron despertar en ellos el ideal de dar la vida y, por el contrario, les
alentaron en armarse su propio camastro en la sinecura.
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