¿Te gustaría que un
pajarraco de los antiguos habitantes de la tierra llevase tu nombre? Pues ese,
cuya imagen más o menos reconstruida aquí vemos, se llama Vectidraco daisymorrisae porque lo descubrió una niña inglesa de 5
años, que se llama Daisy Morris, hace ahora otros cinco en la isla de Wight. El
nombre que le han puesto a este pterosaurio,
es decir, lagarto alado, lleva el de
la isla, Vectis, como la llamó el
general romano Vespasiano, vaya usted a
saber por qué, que la ocupó, y el de su descubridora.
Era mucho más pequeño
que el más grande de los de su especie, el Quetzalcóatl,
“serpiente emplumada”, que era el nombre en lengua náhuatl, que le dieron los estudiosos en recuerdo del dios más
poderoso. Porque este animal medía como mucho unos 75 centímetros de apertura
alar y el “mexicano” nada menos que diez metros.
La niña estaba con
sus padres en “La Isla” (¡la del Festival!), como la llaman los ingleses, en el
verano de 2008. Y entre las arenas observó la presencia de algo raro. Se
trataba de los restos fosilizados de un ejemplar de la que, más tarde, el
paelontólogo Martin Simpson definió como una especie de pterosaurio
desconocida.
Y con esto se acabó
la paleontología ornitológica.
Pero no la reflexión.
Que puede ir por senderos de educación. Y precisamenre de la que supone la
observación en los niños aún pequeños, la inquietud por conocer cosas nuevas,
la satisfacción por haber descubierto algo desconocido, por crear instrumentos
de juego o de trabajo, por dar con palabras que se parecen a otras y que
significan algo determinado.
La rutina del
aprendizaje, la repetición de datos, fechas, hechos y personajes, ejercitan si
acaso la memoria y fomentan el aburrimiento. Proponer, en cambio, tanto en la
escuela como en la casa, la búsqueda de algo que sea fruto de ese ejercicio, y
acompañarlos en ella abre un horizonte nunca sospechado de inquietud, trabajo,
iniciativa, investigación. Y vale la pena.
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