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domingo, 13 de mayo de 2012

Llorar por una piedra.


Debió de ser en el reinado de Conrado II (décimo séptimo emperador Salio del Sacro Imperio Romano Germánico, allá por el siglo XI) cuando un privilegiado compositor áulico, capellán de la Corte, Wipón de Burgundia, regaló a los creyentes de entonces (y nos la regaló a nosotros también) la deliciosa secuencia pascual Victimae paschali laudes que seguimos cantando con una melodía gregoriana que parece una catedral románica, sencilla y sublime.
María Magdalena, la enamorada del Amor, responde al autor del himno que le pregunta qué ha visto en el camino, con palabras cortas y definitivas: Resucitó Cristo, mi esperanza. Pero el autor de una de las versiones castellanas lo redondea así: Resucitó de veras mi amor y mi esperanza.     
Los dos aciertan adorablemente. Para María todo lo que tenía y podía desear era Cristo. Más que nadie de los que compartieron con él amor y persecución tenía su todo en Él. Creer de verdad, limpiamente, en alguien es convertirlo en esperanza, en meta, en final. Y cuando la historia parece habernos matado nuestra Vida, recuperarla es el milagro más imposible que se puede beber.   
Cuenta una historia más cercana que cuando Sofía Loren estaba interpretando una película que dirigía Vittorio de Sica, alguien le robó sus joyas. De Sica la sorprendió llorando, y cuando supo la causa le dijo: No llores por lo que no puede llorar por ti.
¿Por quién lloramos? Porque todos tenemos a nuestro alrededor un coro o una algarabía de solistas plañideras que se pasan las horas invitándonos a que hagamos lo mismo que ellos. La crítica, la nostalgia, el coro insaciable no lloran por el amor o por la esperanza. Es más: han matado al amor y no lo quieren. Hay perlas que acarician mejor que cualquier egoísta. Llorar por ellas es un deber. Y no tenemos o no queremos tener un director de nuestra tragedia, un educador de nuestra vida, que nos diga que no vale la pena llorar por una piedra.