Debió de
ser en el reinado de Conrado II (décimo séptimo emperador Salio del Sacro
Imperio Romano Germánico, allá por el siglo XI) cuando un privilegiado
compositor áulico, capellán de la Corte, Wipón de Burgundia, regaló a los creyentes
de entonces (y nos la regaló a nosotros también) la deliciosa secuencia pascual
Victimae paschali laudes que seguimos
cantando con una melodía gregoriana que parece una catedral románica, sencilla
y sublime.
María
Magdalena, la enamorada del Amor, responde al autor del himno que le pregunta
qué ha visto en el camino, con palabras cortas y definitivas: Resucitó Cristo, mi esperanza. Pero el
autor de una de las versiones castellanas lo redondea así: Resucitó de veras mi amor y mi esperanza.
Los dos
aciertan adorablemente. Para María todo lo que tenía y podía desear era Cristo.
Más que nadie de los que compartieron con él amor y persecución tenía su todo
en Él. Creer de verdad, limpiamente, en alguien es convertirlo en esperanza, en meta, en final. Y cuando
la historia parece habernos matado nuestra Vida, recuperarla es el milagro más
imposible que se puede beber.
Cuenta
una historia más cercana que cuando Sofía Loren estaba interpretando una
película que dirigía Vittorio de Sica, alguien le robó sus joyas. De Sica la
sorprendió llorando, y cuando supo la causa le dijo: No llores por lo que no puede llorar por ti.
¿Por quién lloramos? Porque todos tenemos a nuestro
alrededor un coro o una algarabía de solistas plañideras que se pasan las horas
invitándonos a que hagamos lo mismo que ellos. La crítica, la nostalgia, el
coro insaciable no lloran por el amor o por la esperanza. Es más: han matado al
amor y no lo quieren. Hay perlas que acarician mejor que cualquier egoísta.
Llorar por ellas es un deber. Y no tenemos o no queremos tener un director de
nuestra tragedia, un educador de nuestra vida, que nos diga que no vale la pena
llorar por una piedra.