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viernes, 14 de febrero de 2014

San Valentín.



Wilferd Arlan Peterson (1900-1995) fue un trabajador de la pluma en artículos, secciones periodísticas y libros. Estaba casado con Ruth Irene Rector Peterson y decía de ella que era la inspiración de su trabajo: “Mientras él escribía sobre el arte de vivir, ella lo vivía”.  
Vale la pena, sin más comentarios, en esta fecha, reproducir el “decálogo“ del matrimonio feliz que proponía:
«La felicidad en el matrimonio no es algo que simplemente sucede: un buen matrimonio debe crearse.
En el Arte del Matrimonio las pequeñas cosas son las grandes cosas; nunca se es tan viejo como para no tomarse de las manos.
Hay que recordar decir «te amo» al menos una vez al día y nunca irse a dormir enfadados.
Nunca hay que hablar al otro sólo por ser condescendiente; el cortejo no debe terminar con la luna de miel, debe continuar a través de los años.
El Arte del Matrimonio es tener un sentido mutuo de valores y objetivos comunes, es ponerse en pie juntos enfrentándose al mundo.
Es formar un círculo de amor que se alimenta en toda la familia.
Es hacer cosas para el otro, no en actitud de servicio o sacrificio, sino en espíritu de gozo.
Es hablar con palabras de aprecio y demostrar gratitud de manera considerada.
No se busca la perfección en sí, el Arte del Matrimonio es cultivar la flexibilidad, la paciencia, la comprensión y el sentido del humor.
Es tener la capacidad de perdonar y de olvidar.
Es dar al otro una atmósfera en la que cada uno pueda crecer.
Es encontrar espacio para las cosas del espíritu, en una búsqueda común del bien y la belleza.
Es establecer una relación en la cual la independencia sea igual para el uno y para el otro, la dependencia mutua y las obligaciones recíprocas.
No es sólo casarse con la pareja perfecta, es ser la pareja perfecta.
Es descubrir lo que el matrimonio puede ser en su mejor momento».

sábado, 7 de diciembre de 2013

Habla conmigo.



Conoces el hallazgo de una carta de amor de una joven coreana encontrada (junto a otras doce cartas) hace trece años sobre el pecho del cuerpo momificado de su marido, Eung-Tae, un hombre alto y dotado de un bello bigote negro. La carta iba dirigida al Padre de Won, el niño que ella llevaba en su seno.
Al lado de la cabeza se encontró un paquete de papel que envolvían unas zapatillas y esta dedicatoria: "Con mi pelo había tejido esto". La costumbre coreana de hacer unas zapatillas con pelo humano como signo de amor y deseos de curación para los enfermos se continuó para Eung-Tae después de muerto.
Y como la carta es en sí misma una preciosa lección de lo más grande que se comparte entre nosotros, el amor, dejamos que hable ella. 

1 de junio de 1586
Siempre dijiste: "Amor, vivamos juntos hasta que nuestro pelo encanezca y podamos morir el mismo día. ¿Cómo has podido morirte sin mí? ¿A quién vamos a escuchar mi pequeño y yo, cómo debemos vivir? ¿Cómo pudiste alejarte de mí?
Recuerdas cómo tu corazón moraba en mí y cómo yo habitaba en el tuyo? Cada vez que nos acostábamos juntos siempre te decía: "Amor, ¿habrá alguien que se quiera como nosotros? ¿Realmente como nosotros?" ¿Cómo pudiste dejarme así, después de todo?
Es que no puedo vivir sin ti. Es que quiero irme contigo. Por favor, llévame a donde estés. Mi corazón, mis sentimientos hacia ti son lo último que podré olvidar en este mundo. En mi corazón desgarrado solo queda un dolor sin límites. Solo puedo preguntarme: ¿cómo puedo vivir con el niño si nos faltas, pensando en ti, sin fuerzas para sosegarme?
Por favor, respóndeme a todas estas preguntas, lee esta carta y contéstame con todo detalle en mis sueños, en cuanto puedas. Esa es la razón por la que te escrito esta carta y la entierro contigo. Ojalá pueda escuchar tu voz suavemente en mis sueños. Mirala atentamente y habla conmigo. Un día me dijiste que querías decirle algo al niño cuando viniera al mundo, pero te has ido tan repentinamente. Cuando dé a luz al niño, ¿a quién llamará padre?
¿Cómo puedes entender cómo me siento? No existe una tragedia como este dolor mío bajo el cielo. Te has ido a otro lugar, pero no padeces una tristeza tan profunda como la que me dejas. No puedo contar cómo me siento realmente, no puedo expresar mi dolor sin fin salvo con estas palabras ásperas y precipitadas.
Por favor, como te digo, lee atentamente esta carta y ven a mis sueños y muéstrate y hablemos de todas estas cosas. Estoy tan segura de que podré verte en mis sueños. Ven a mí en secreto y muéstrate, ¿Lo harás? Hay tantas cosas que debo decirte, tanto que queda fuera de esta carta. Adiós.
Te quiere, Tu esposa

domingo, 13 de mayo de 2012

Llorar por una piedra.


Debió de ser en el reinado de Conrado II (décimo séptimo emperador Salio del Sacro Imperio Romano Germánico, allá por el siglo XI) cuando un privilegiado compositor áulico, capellán de la Corte, Wipón de Burgundia, regaló a los creyentes de entonces (y nos la regaló a nosotros también) la deliciosa secuencia pascual Victimae paschali laudes que seguimos cantando con una melodía gregoriana que parece una catedral románica, sencilla y sublime.
María Magdalena, la enamorada del Amor, responde al autor del himno que le pregunta qué ha visto en el camino, con palabras cortas y definitivas: Resucitó Cristo, mi esperanza. Pero el autor de una de las versiones castellanas lo redondea así: Resucitó de veras mi amor y mi esperanza.     
Los dos aciertan adorablemente. Para María todo lo que tenía y podía desear era Cristo. Más que nadie de los que compartieron con él amor y persecución tenía su todo en Él. Creer de verdad, limpiamente, en alguien es convertirlo en esperanza, en meta, en final. Y cuando la historia parece habernos matado nuestra Vida, recuperarla es el milagro más imposible que se puede beber.   
Cuenta una historia más cercana que cuando Sofía Loren estaba interpretando una película que dirigía Vittorio de Sica, alguien le robó sus joyas. De Sica la sorprendió llorando, y cuando supo la causa le dijo: No llores por lo que no puede llorar por ti.
¿Por quién lloramos? Porque todos tenemos a nuestro alrededor un coro o una algarabía de solistas plañideras que se pasan las horas invitándonos a que hagamos lo mismo que ellos. La crítica, la nostalgia, el coro insaciable no lloran por el amor o por la esperanza. Es más: han matado al amor y no lo quieren. Hay perlas que acarician mejor que cualquier egoísta. Llorar por ellas es un deber. Y no tenemos o no queremos tener un director de nuestra tragedia, un educador de nuestra vida, que nos diga que no vale la pena llorar por una piedra.