La aventura (¿aventura?) de Napoleón Bonaparte
en Egipto fue un cambio de ruta en el proyecto del Directorio de invadir Inglaterra: en vez de la metrópoli, su
grandeza en África.
Recuerdas todo sin duda mejor que yo, por lo
que solo me detengo en dos puntos muy sencillos y muy prácticos para nuestro
intento. El primero es archiconocido, pero tan romántico y tan excitante que
vale la pena traerlo también aquí. Se trata de la conocidísima arenga del gran
general ante las pirámides y antes de lanzarse a la conquista: «Soldados.
Vinisteis a este país para salvar a sus habitantes de la barbarie, para traer
la civilización a Oriente y sustraer esta bella parte del mundo a la dominación
de Inglaterra. Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os
contemplan». Era julio de 1798.
Cuando en la batalla, que
resultó definitiva, se iban a encontrar con un ejército de 54.000 soldados árabes salpicados de
jenízaros y los temibles 6.000 mamelucos (los hombres de la cimitarra, herederos del ardor de los 12.000 jóvenes
comprados en 1230 en el Cáucaso por un decidido sultán) los oficiales franceses
recordaron a sus soldados que, al apuntar el tiro, disparasen a la cabeza de
los caballos y de ese modo «los caballos recularían, desmontando a su
jinete».
¿Conducimos así el ejército de nuestros muchachos? ¿Somos capaces de hacer que nuestra propia vida, nuestro estilo de convencer, nuestro modo de expresarnos sea una arenga vital que contagie a nuestro “ejército”? Puede suceder que no creamos en lo que pedimos o exigimos, ni creamos en nuestra capacidad de transmitir entusiasmo, ni estemos convencidos de que les resulte de algún modo atractivo el plan de guerra común. Y si, además, no apuntamos a la cabeza, si no herimos el corazón, si no somos capaces de sembrar entusiasmo en sus vidas, el resultado de la campaña de nuestra educación será bien pobre. Si es que es.
¿Conducimos así el ejército de nuestros muchachos? ¿Somos capaces de hacer que nuestra propia vida, nuestro estilo de convencer, nuestro modo de expresarnos sea una arenga vital que contagie a nuestro “ejército”? Puede suceder que no creamos en lo que pedimos o exigimos, ni creamos en nuestra capacidad de transmitir entusiasmo, ni estemos convencidos de que les resulte de algún modo atractivo el plan de guerra común. Y si, además, no apuntamos a la cabeza, si no herimos el corazón, si no somos capaces de sembrar entusiasmo en sus vidas, el resultado de la campaña de nuestra educación será bien pobre. Si es que es.
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